Nadie quiere volver. Nos aferramos a un álbum de fotos al que queremos seguir alimentando pero no tenemos con qué. Nos aferramos a recordar momentos que quedarán ocultos bajo la tonelada de deberes, trabajos y responsabilidades que, al sonido de tambores, ya vienen.
Y tú piensas seguir así. Año tras año. Vienes a quitarnos todo, desde el bronceado hasta el bañador. Dime, descarado, ¿qué ganas con esto? Te crees verano pero no eres más que el hall de entrada a un otoño que pinta mal. Porque nada tienes, ni siquiera rebajas.
Yo sigo durmiéndome tarde y despertándome aún más tarde, pero sin escuchar las olas. Ahora son las obras del vecino las que vienen a darme por culo cada mañana. Igual que tú.
Desayuno con vistas a un muro cuando hace dos días tenía el mar al frente con la perspectiva de acabar tostándome en la playa. Pero no. Ya no.
Agosto, vuelve. Trae tus copas de más y tu vergüenza de menos. Tu pelo ondulado por la humedad, tus piscinas con exceso de cloro, tus playas de arena fina, incluso trae las medusas, que yo me encargo de esquivarlas.
Vuelve, que yo te espero sin mangas ni calcetines, con pantalones cortos y el horario del revés. Con ganas de salir y de no volver a entrar.
Trae a aquellos amigos que no reconoceríamos con el abrigo puesto y regálanos una última noche, de esas que acaban con baño en la playa y arena en los tacones.
Porque no hay mal que el mar no cure. Y eso lo sabes tú bien.