Día 7- El Camino

Por Marikaheiki
May 30, 2013   Desafío creativo   No comments

Aprovecho la soledad y el silencio. Acabo de darme cuenta de que, hasta hoy, ninguno de los días había escrito sin interferencias en el aire y ahora incluso me falta el revoloteo de voces por la habitación. No, miento: me encanta estar a solas y a oscuras y que las palabras parezcan hacerse sonoras, porque sí, yo las oigo muy dentro de mi cabeza, como si una voz grave (que sé que no es la mía, porque nunca la he escuchado hablar) la recitara y yo solo tuviera la misión de transcribírmelas en la hoja en blanco.

Justo me acordé de alguien. Hace unos años seguí un curso de narrativa en Madrid, y a las clases asistía un chico al que no pongo ni cara ni nombre, pero que una vez dijo algo que me dejó pensando. Teníamos que escribir un relato sobre el tema que quisiéramos, pero saliendo de los géneros que ya habíamos tocado. Yo elegí el terror (y confieso que me encantó). El profesor le preguntó que cómo se imaginaba él su personaje, y el chico contestó que no sabía, que él no veía imágenes en su cabeza al escribir, sino que escribía y punto, a lo que le saliera, sin planear ni imaginar primero. Hoy se me antoja que esto que hago es algo parecido porque antes de ponerme a escribir he pensado un millón de cosas que me gustaría contar, pero luego nunca lo hago: es esa voz la que me guía.

Vine paseando. A la salida del tren siempre cojo la bici y vuelvo a casa atravesando Barcelona como un kamikaze japonés, pero hoy caminé. Me disfruté. Me paré y me di la vuelta y miré atrás, y vi las Cortes iluminándose. El camino a casa corre paralelo al mar, pero muy lejos, dentro de la gran urbe, y entre las calles reticulares de L’Eixample aparece siempre invariable el Tibidabo, aguantando esa corona de picachuelos que es el templo del Sagrado Corazón, allí en la cumbre, abrazada por la naturaleza y las nubes rosas. ¿No lo dije? Hoy hizo un cielo de viento, lleno de nubes que se desintegran en grises y rosas y lo adornaban como guirnaldas.

El camino siempre se me hace demasiado corto, y la pena es que siempre me acuerdo de cuánto me gusta hacerlo andando cuando llego a casa. Es por el camino, ¿entiendes? No por los puntos A y B que hacen de origen y destino. Cuando camino así, sin prisa, sintiendo el vaivén de las calles rápidas, me parece que mi cuerpo se olvida de existir y me pongo en modo antorcha en el cerebro y las luces y los coches  y los transeúntes me recorren. Es una sensación brutal, como de agua limpia y brújula rota. Hoy miro hacia el cielo, porque está bonito, y me doy cuenta de que toda mi calle está llena de árboles y hojas, y que nunca lo había percibido antes, porque en Barcelona son los edificios los que se te clavan en las pupilas y nada más. Miro al cielo y se me encienden las palabras: pertenezco.

Qué raro es todo: sentirse y no sentirse parte de un lugar con tanta fuerza, como si dos partes de mí misma tirasen de una cuerda irrompible.

Hay una leyenda en Barcelona que dice que cuando alguien bebe de uno de los cuatro caños de Canaletas es porque va a quedarse aquí para siempre, pero creo que ya no sale agua de ellos. Me imagino que voy, y al tocarla de repente brota el líquido argénteo y me moja los labios y me produce un cosquilleo, aquel que se siente cuando se descubre una verdad innegable y mágica.

Hoy digo que no a los planes y me recluyo aquí, a solas, para hacer esto. No sé si me estoy haciendo mayor de repente o si me importa todo esto demasiado para dejarlo pasar. Quizá ambas. No lo sé. Pero me gusta.

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