Era también el entretenimiento más barato y familiar, aquel que se disfrutaba cada mañana o cada tarde a través de las radionovelas que lograban acallar las charlas domésticas o los ruidos de cualquier actividad para atraer la cautiva atención de los oyentes durante capítulos interminables que se prolongaban meses y años. La radio era el vehículo, incluso cuando la televisión ya le hacía competencia, para las retransmisiones deportivas, la voz que se desgañitaba con los goles de los partidos de fútbol cada domingo, obligándonos a llevar un transistor siempre pegado a la oreja, o la que nos hacía participar de las gestas y las derrotas de nuestros deportistas más admirados o famosos. Y también la que nos deleitaba con las músicas más modernas, el rock y el pop de última hora que, por medio de las radiofórmulas y la frecuencia modulada, nos permitía ponernos al día con lo que arrasaba en Londres o Estados Unidos, vanguardias que marcaban nuestras tendencias y gustos.
Esa era la radio de mis recuerdos y la radio que todavía sintonizo, en casa o en el coche, cuando requiero su inmediatez y su familiar compañía. La de los partes informativos, los avisos sobre el tráfico y demás emergencias, la de las señales hoarias y las cuñas publicitarias, como aquella inolvidable del negrito del colacao de mi adolescencia. Hoy, Día Mundial de la Radio, acude a la memoria todo lo que le debo a la radio a lo largo de toda mi vida: una fiel compañía. Y he de agradecérselo con este sentido y humilde reconocimiento.