Portada del nuevo informe anual que la Alzheimer’s Disease International publicó a fines de agosto pasado.
Recuérdame o Recordame es el lema que la Alzheimer’s Disease International eligió para impulsar la clásica campaña de concientización circunscripta al mes (septiembre) y al día (21) de la enfermedad del olvido. Con esta consigna, la ONG británica le pide a la opinión pública que se convierta en vocera de las 46.8 millones de personas que hoy conviven con esta demencia, y de aquéllos que ya fallecieron.
El otro gran eje de esta campaña es el informe anual que la misma ADI presentó a fines de agosto, y que contiene datos abrumadores. Por ejemplo que esos casi 47 millones de enfermos superan en cantidad a la población de España, y que ese número ascenderá a 74.7 millones en 2030 y a 131.5 millones en 2050.
Impacto global de la demencia: un análisis sobre frecuencia, incidencia, costos y tendencias se titula el reporte de 88 páginas, que señala consecuencias económicas y financieras sin precedentes en la Historia. Otro ejemplo de estadística devastadora: el mundo registra alrededor de diez millones de diagnósticos nuevos por año, o dicho de otro modo, un diagnóstico nuevo cada 3,2 segundos.
Esta frecuencia ascendió un 30 por ciento con respecto a la cantidad de casos anuales que la Organización Mundial de la Salud registró en 2010, y que consignó en el reporte Demencia: una prioridad de salud pública, difundido en 2012.
Las implicancias económicas de semejante incremento se hacen sentir hace rato. De hecho, en la actualidad, el costo mundial de la enfermedad ronda los 818 mil millones de dólares. Según calculan los autores del documento, este monto alcanzará el millón de millones de dólares en 2018.
El informe de la ADI no dice nada al respecto, pero lo cierto es que sus números y proyecciones también dan una idea del dinero que recaudará el laboratorio capaz de encontrar la fórmula farmacológica realmente efectiva contra el Alzheimer. Cuesta poco imaginar el margen de ganancia a costa de -por lo menos- 46.8 millones de clientes cautivos.
En nombre de la lucha contra la estigmatización del enfermo, la ADI insiste en retratar con una sonrisa a enfermos y familiares. En el mundo real, las cosas son bien diferentes.
Por si cupiera alguna duda sobre la envergadura del interés económico que motiva la búsqueda de una solución (inyectable o en comprimidos), recomiendo prestarles atención a los orígenes y a los pronunciamientos del World Dementia Council o Consejo Mundial de Demencia, en actividad desde abril de 2014. El Grupo de los Ocho impulsó su creación en la Cumbre sobre Demencia realizada en Londres en diciembre de 2013; el anfitrión David Cameron tuvo el privilegio de elegir al embajador de la flamante entidad.
El individuo designado se llama Dennis Gillings. Además de compatriota del Primer Ministro británico, es socio fundador de Quintiles, multinacional que hace décadas asesora a las grandes corporaciones farmacéuticas.
Hace quince años, los argentinos repetimos esta cifra. En cambio, rara vez pedimos un registro nacional.
En principio, el empresario millonario fue elegido para trabajar con los demás integrantes del Consejo y otros expertos internacionales para alentar iniciativas filantrópicas que aumenten la cantidad de fondos invertidos en investigación contra la demencia. También para convencer a los gobiernos sobre la necesidad de rever -y eventualmente dar de baja- las normas que dificulten la implementación de prácticas innovadoras en materia de prevención, tratamiento y atención.
En buen romance, una de las principales misiones de este embajador consiste en hacer lobby para que los Estados regulen lo menos posible la actividad de los laboratorios. Dicho sea de paso, Gillings sugirió en más de un discurso diplomático que algunas leyes de salud pública no hacen más que obstaculizar el camino hacia una cura contra el Alzheimer.
Mientras tanto, la ciencia sigue sin poder explicar esta enfermedad que antes llamó mal a secas, y que ahora también llama demencia (tras aclarar que el Alzheimer es un tipo de demencia). Después de veinte años de haber privilegiado una sola hipótesis (aquélla basada en la acumulación de placa amiloide), en el transcurso de 2014 empezó a contemplar la posibilidad de que al olvido patológico lo ocasione un conjunto de variables.
Salvo escasas excepciones, los medios masivos prefieren replicar -cuando pueden, magnificar- los contenidos de las gacetillas de prensa que laboratorios y fundaciones asociadas elaboran con intención autopromocional. La síntesis de cada paper publicado, la cobertura de cada conferencia internacional organizada inspiran la proliferación de anuncios-bomba que terminan generándoles falsas expectativas a familiares y enfermos.
Cuando estas piezas institucionales escasean, entonces se imponen dos (in)conductas periodísticas: difundir hipótesis de baja estofa (mirar mucha televisión aumentaría el riesgo de enfermarse; dormir de costado lo reduciría) y revelar -cuando no inventar– qué figuras famosas padecen la enfermedad.
El entonces diputado Eduardo ‘Wado’ de Pedro celebró así la media sanción al proyecto de Plan anti-Alzheimer que presentó en agosto de 2013.
En nuestro país, las iniciativas públicas y privadas para combatir el Alzheimer y para contener a enfermos y cuidadores son más bien espasmódicas. Sobran las buenas intenciones, por ejemplo los proyectos de Ley para la creación de un Plan Nacional, que la Cámara de Diputados sancionó a fines de 2014. Lo que les falta es continuidad: estas mismas propuestas duermen el sueño de los justos en el Senado desde febrero (acaso terminen archivadas como ésta de 2007).
En parte porque nunca se hizo un recuento riguroso a nivel nacional, referentes de la lucha anti-Alzheimer y medios de comunicación en general repiten hace quince años que en Argentina hay 400 mil personas con demencia (aquí, una mención reciente). La cifra apareció publicada por primera vez en un artículo de Valeria Román que Clarín publicó en septiembre de 2000. La periodista la transcribió en boca de Ignacio Brusco, del Programa de Neurociencias del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
A mi padre le diagnosticaron Alzheimer en marzo de 2001. Murió en abril de 2005. Pasaron más de diez años desde entonces y todavía me cuesta recordarlo al margen de los entretelones de la enfermedad, incluido el destrato por parte de un servicio de medicina prepaga tan canalla como ineficiente.