Qué triste es celebrar un Día dedicado a la mujer por lo que expresa de carencia, la de su plena igualdad con el hombre. Qué vergüenza causa tener que recordar cada año que la mujer supone la mitad de la Humanidad y que, como el conjunto de los seres humanos, merece el reconocimiento y el respeto a su persona y su dignidad. Qué bochorno produce volver a reivindicar sus derechos y libertades, sin discriminación por razón del sexo, en una sociedad que todavía no acaba de asumir que la mujer es un miembro más de la misma con los mismos derechos y oportunidades que el hombre, y que todavía ningún país del mundo ha alcanzado la total igualdad entre hombres y mujeres. Qué pavor genera ese machismo recalcitrante que sigue tratando a la mujer como objeto de su propiedad, sometido a su voluntad y capricho, y que es capaz de llegar a feminicidio y la violencia de género cuando no consigue sus propósitos. Qué frustración tan profunda provocan leyes, instituciones y líderes, de todos los ámbitos, que aun cuestionan la igualdad de la mujer o la matizan en función de ideologías o privilegios sociales, económicos, religiosos o culturales. Qué pena de esa parte de nosotros que hemos de defender de nosotros mismos y de nuestro sistema patriarcal y machismo. Y lo que es peor aún, qué asco que ni la educación, ni el progreso, ni todos los días internacionales dedicados a la mujer hayan servido para sensibilizar conciencias, erradicar discriminaciones y superar todas las brechas (laborales, salariales, sociales, legales, etc.) que soporta la mujer aún en pleno Siglo XXI. Qué horror tener que reclamar lo obvio, que una mujer y un hombre son lo mismo: personas, sin distinción en cuanto a derechos y libertades. Cuán patético resulta que exista un Día de la Mujer para exigir poder y gloria, incluso para ser dueña de su sexualidad (empoderamiento y libertad), derechos que se reconocen al hombre sin ningún día dedicado a él. Qué tristeza causa tener que celebrar una carencia cada 8 de marzo, la de la plena igualdad de la mujer.