Como ya escribí aquí el martes, ayer estuve en el bar Diablos azules (c/ Apodaca 6, Madrid) leyendo mi cuento más corto –de tan sólo 12 folios- titulado Quitasol.
Había quedado en Callao con mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio (del que acaba de aparecer su primera novela, Será mañana, en Lengua de Trapo) y bajo la lluvia nos acercamos hasta Malasaña a tomar algo antes de aparecer por Diablos azules. Al llegar allí a la hora, a las 9 en punto, primer momento de tensión: salvo la camarera, una chica muy simpática, que no dejará de servirnos palomitas durante la noche, el bar está vacío. Pedimos algo. Marcelo Luján, el organizador de la sala, le manda un mensaje a la camarera para avisarnos de que va a llegar un poco tarde. Federico ya ha leído mi relato. ¿Si no viene nadie lo leo para él, para la camarera? ¿Por qué no le pregunté el nombre a la camarera , y así no tendría que llamarla la camarera? Esperamos. Sobre las 9.30 aparece Marcelo Luján y después de él un chico con sombrero. Sobre las 10 han llegado al bar los habituales de los miércoles. La noche está organizada de la siguiente manera: el escritor invitado lee un relato – o conjunto de ellos, si son cortos-, y después inventa una frase. Con ella se organiza un concurso: los participantes toman papel y lápiz y tienen que escribir un relato que contenga esa frase (No vale traer el relato escrito de casa e intentar meter la frase de cualquier forma). El escritor invitado elige el relato que más le gusta. El ganador recibe una botella de vino.
Antes de salir a la calle, sobre las 6 de la tarde, leí el relato en el sofá de mi casa. Deteniéndome para tomar un café y haciendo las pausas que marcaba el texto, tardé 24 minutos. Demasiado, pensé. Marcelo me presenta al público. Subo al estrado y el nerviosismo se me pasa cuando empiezo a leer. Los focos me deslumbran un poco y no veo a las personas que tengo enfrente, que parece escuchar en silencio. Quince personas, si no me equivoco.
Acabo. Creo que no me he trastabillado en ninguna palabra. Mi frase es ésta: “Llovía, y sin embargo estaba deseando salir a la calle”. Me siento junto a Federico. Una chica me dice que he cometido un laísmo. ¿Sólo uno?, pienso yo que soy tan de la Madriz. Los participantes en el concurso escriben sus cuentos. Tras 20 minutos, Marcelo pide a algún voluntario que lea lo que ha escrito. Nadie se ofrece, y él los va nombrando y suben al estrado. La variedad de relatos es notable: terroríficos, surrealistas, costumbristas, siniestros, humorísticos… La facilidad de los participantes para leerlos en público, con inflexiones de cuentacuentos, también. Me he acercado de nuevo al escenario y anoto qué me parece lo que escucho en una hoja con un lápiz. Se leen 11 cuentos. Elijo el de una chica llamada Ludmila Trachta, porque me gustó el rápido dibujo de personajes en el marco de una historia siniestra. Marcelo le entrega su botella de vino.
Se abre el turno para que quien quiera lea algún relato traído de casa. Dos personas leen sus relatos. Y sobre las 12 todo termina. Salimos de nuevo a la lluvia y yo empiezo a buscar un taxi, pensando en el sueño que voy a tener al día siguiente cuando me levante a las 6,30 de la mañana. Pero contento también con la experiencia.
En Diablos azules los martes se organizan lecturas de poesía y los miércoles de relato. Una buena iniciativa esta de juntar bares y literatura.