Imagen: web de la autora.
Hoy mismo he terminado de leer Cazador y presa, la primera parte de la saga Los moradores del cielo, de Ana Katzen. Y dentro de la historia hay otra historia que me ha encantado; por eso quería traerla aquí.Esta historia, que en realidad es un pequeño relato dentro del propio libro, contado por uno de los personajes, narra lo siguiente:
Por cientos de años, el hombre ha podido salir de su morada en la noche sin temer perderse, pues siempre hay una luna velando por él y las estrellas están ahí para guiarle. Mas no siempre fue así.
Hace mucho tiempo, cuando el rey loco partió el mundo en dos, los dioses castigaron al hombre quitando todas las luces nocturnas del cielo y hundiendo la tierra. De día podían ver, pues Grehim no los había abandonado, y podían huir; pero de noche no había luz guía y caía una bruma muy densa, por lo que se perdían en la oscuridad y el mar se los tragaba.
De este modo vivimos durante la Era del Gran Mar, hasta que ocurrió un milagro. Caminaban un hombre y su mujer encinta con el mar tras ellos y la tierra temblando a sus pies. La mujer estaba en labor de parto ya, mas no podían hallar un lugar donde reposar siquiera. Entonces, a lo lejos, vieron una montaña alta y sólida que el mar nunca podría tragar, y lograron subir lo suficiente para que la mujer alumbrara a dos niñas preciosas: una de cabellos dorados como el sol y ojos azules como el cielo, y la otra de cabellos negros como la noche y ojos rojos como el fuego.
El mar siguió y rodeó la montaña, pero por más que desplegó su furia y bramó contra sus laderas, no pudo hundirla. Al fin el hombre y la mujer hallaron reposo. La madre llamó a sus hijas Diade y Nudia, azul y rojo, y la familia permaneció en la montaña por muchos años.
Diade y Nudia eran inseparables. Se mostraban inquietas si su padre alzaba a una y no a la otra, y lloraban cuando no podían verse. Su primera palabra fue la misma, y meses después dieron sus primeros pasos tomadas de la mano. Sus ojos siempre miraban hacia el mar que golpeaba las laderas de la montaña, hacia la inmensidad azul que se fundía con el cielo a lo lejos.
-¿Qué hay más allá del mar? -preguntó Diade un día. Su padre le dijo que no había nada más que aquella montaña, pues el mar se lo había tragado todo.
- ¿Y no hay más montañas?
- No lo sé -confesó su padre-. Cuando los dioses nos abandonaron, quitaron todas las luces de la noche y muchos se perdieron en la oscuridad. Nuestra gente murió y solo nosotros encontramos este refugio.
- ¿Solo nosotros? -inquirió Nudia.
- Tal vez otras gentes hayan encontrado otras montañas, o quizá muchos todavía estén huyendo del mar.
Desde ese entonces, ninguna preguntó qué había más allá del mar, pero sus ojos seguían clavados en el horizonte y sus corazones padecían al pensar en la gente que huía de la ira de Oríeme.
Pasaron muchos años. Aconteció que una noche el viento del este trajo los gritos de un hombre. Diade lo escuchó y salió a su encuentro. Estaba muy oscuro y no podía ver por dónde iba, por lo que dio un paso en falso y cayó por un precipicio.
Su hermana Nudia despertó y salió a la oscuridad, mas, aunque podía oír los gritos de Diade, no se atrevió a adentrarse. Se hincó de rodillas y rezó desesperadamente, rezó por que Oríeme no dañara a su hermana. El dios del mar le contestó con el furioso romper de las olas y los gritos de Diade se redoblaron. Entendió entonces que Diade no estaba a la deriva, sino atrapada en el risco, y que el mar pugnaba por alzarse y llevársela.
Rezó entonces a Khun para que iluminara el cielo aunque fuera por un instante. El dios la escuchó, pero él también despreciaba a los humanos por el daño que habían causado, y cruelmente le ofreció alzarla en la noche para que ella misma la iluminara. Presa de la desesperación, Nudia aceptó y el dios de los cielos la elevó alto en el firmamento, donde irradió su luz roja sobre el mundo. Por primera vez en mucho tiempo, hubo una luz guía en la noche.
Diade pudo ver y logró subir por la ladera del risco. Alzó el rostro al cielo y contempló la belleza de la luna roja en todo su esplendor. Comprendió entonces que su hermana ya no estaba y se inclinó para rezar por su regreso, mas el dios de los cielos se negó, pues Nudia era hermosa. La desesperada mujer imploró que la alzara al cielo a ella también. El dios, en su desprecio, admitió sus súplicas bajo una condición: las dos habrían de permanecer separadas, una en el cielo y otra cautiva, y solo podrían surcar el cielo al mismo tiempo una noche de verano y una noche de invierno.
Y así lo hicieron. Surcaban los cielos separadas hasta que podían reunirse en las noches designadas por el dios del cielo y se regocijaban tanto al verse que brillaban en todo su esplendor. Él se sintió conmovido por el amor que se tenían. Volvió a colgar las estrellas para que les hicieran compañía durante sus viajes y exhortó al rey del mar a alzar la mirada y deleitarse con la danza de las dos lunas. Y aconteció que, contemplando su belleza perfecta, el dios de los mares sofocó su ira. Al fin, se alzó la tierra firme.
Es por eso por lo que el hombre no tiene miedo de salir del hogar por la noche, pues hay siempre una hermana velando por él, y puede retornar sin perderse, pues al alzar la mirada las estrellas le indican el camino. Hemos sido bendecidos por las dos hermanas.