Dialéctica caníbal

Por Romanas

 Si la democracia es ya, para siempre, la forma de gobierno de los Estados, la izquierda tiene que desechar para siempre también su dialéctica caníbal porque, si no, no gobernará  nunca.   Pongamos por ejemplo, mi familia, mi padre, juzgado por un Consejo de Guerra, en el que se le pidió la pena de muerte; mi madre, una de las mujeres más religiosas que he conocido, católica indesmayable a pesar de saber que don Manuel, el cura, se acostaba con la mujer de su hermano; mi hermano Jesús, manco por trabajar en condiciones infrahumanas en la fábrica de los Viñeglas; mi hermana costurera y mi otro hermano peluquero, todos ellos deberían de haber sido y ser no ya de izquierdas, dadas sus circunstancias de vida y trabajo pero no lo eran, o mejor, lo eran pero con diversas tendencias: mi padre, perseguido por el réimen franquista y un intelectual como la copa de un pino, por su concepto elitista del arte y de la filosofía, no comulgaba con la zafiedad del pueblo obrero; mi madre sentía alergía si le hablaban del comunismo porque fueron los comunistas los que estrellaron contra el suelo de la iglesia las imágenes de sus santos; mi hermano Jesús porque tenia unas tahullas, muy pocas, quizá no llegaban a 20 y creía que el psoe se oponía a que el agua del Trasvase llegara al pueblo; mi hermana porque temía que si ganaba la izquierda ya nadie la llamaría a su casa para coser y mi hermano, el peluquero de señoras porque era una especie de afeminado que odiaba la brutalidad que el consideraba innata de la clase obrera.   Todos ellos, a su manera, se consideraban explotados por la ultraderecha que gobernaba, gobierna y gobernará  mi pueblo, esencialmente agrícola y por ende pendiente de la jodida agua para regar de la que dependía la puñetera economía del lugar, de modo que la derechona que gobernaba en Murcia y Valencia y que decía que luchaba por traer el agua del Tajo al Segura ganaba siempre las elecciones, no sé cuantos decenas de años ya.   Todos habíamos pasado toda el hambre y la miseria del mundo en aquella postguerra franquista que nos empobreció de cuerpo y alma para siempre, deberíamos de haber sido siempre como una sola persona, uno de esos cuerpos místicos de la que tanto hablan los católicos, pero no lo éramos.  Mi padre porque se consideraba, y lo era, un ser distinto al que la vida había estafado de mala manera. Debió de ser terrible saberse tocado por el genio y no poder siquiera asomar la cabeza por encima del fango. Malvivió toda su vida de las limosnas que le daban sus antiguos amigos, los mismos que lo metieron en la cárcel porque durante la guerra dirigió para el Socorro Rojo Internacional, la Cruz Roja Soviética, un servicio social internacional organizado por la Internacional Comunista en 1922, El jardín de los cerezos, de Chejov. Un tipo como él viviendo a expensas de las limosnas de aquellos caciques que lo odiaban y despreciaban por su marxismo debió de sufrir lo indecible.  Mi madre nunca le perdonó que no se comportara como una persona normal, negándose a admitir que no lo era. Los dos lo pasaron muy mal, viendo cómo sufríamos tanto, sus hijos, pero no estuvieron nunca de acuerdo en nada. Mi madre trabajaba de sol a sol en las fábricas de conservas vegetales, mientras mi padre no hacía prácticamente nada.  Algo semejante ocurría con todos nosotros, mis hermanos no me perdonaron nunca que yo viviera de otra manera gracias a las becas que conseguí por oposición, una tras otra, y que prácticamente me convirtieron en uno de aquellos aborrecibles señoritos hijos de los caciques.  De manera que unidos férreamente por un destino salvaje que nos azotaba furiosamente nunca nos consideramos no ya hermanos sino ni siquiera compañeros de viaje.  Es lo mismo que sucede casi siempre en la izquierda. Todos estamos  a este lado del muro, donde se sufren todas las carencias y en lugar de sentirnos como hermanos en este injusto sufrimiento parece como si pensáramos que son estos mismos tipos los que tienen la culpa de todos nuestros males. Y en este absurdo ambiente de incomprensión mutua, el odio no sé cómo acaba por aparecer y los comunistas yo no sé por qué ni cómo concluimos aborreciendo a muerte a los socialistas sólo porque algunas veces han tenido más suerte y han llegado incluso a gobernar después de más de cien años. Y lo de los socialistas todavía es peor porque han acabado despreciándonos seguramente por nuestra inveterada pobreza.  El caso es que mientras  discutimos sobre si los que vienen a por nosotros son galgos o podencos, los malditos perros de la peor de las derechas han llegado y nos han arrojado a las tinieblas exteriores sólo Dios sabe por cuanto tiempo. A mí, personalmente, que soy de natural pesimista, creo que para siempre porque con nuestras rencillas interiores les hemos permitido apoderarse de todo y son unos buenos perros de presa que nunca permitirán que volvamos a organizarnos.