Antonio Lucas es uno de los poetas españoles más relevantes del momento. Y además, es una persona sencilla y amable. ¿Se puede pedir más? Aquí les dejo un extracto de la grata conversación que me regaló.
— “Los desengaños” es un libro lleno de decepción pero también un canto a las cosas sencillas y valiosas de la vida, como el amor cuando está, la infancia y esa esperanza rotunda en la existencia. ¿Dirías que es un poemario para supervivientes?
— Tengo la impresión de que es un conjunto de poemas con cierta complicidad náufraga. Los versos de ‘Los desengaños’ son una forma de decir lo que uno vivió o creyó vivir. Y a veces coincide con las cosas que les suceden a los otros.
— No es tanto vivir sin saber por qué, como vivir sin entender por qué algunas cosas suceden de cierto modo. En el libro hay dos sendas de lectura: una, desde el intimismo, reflexiona sobre una ruptura sentimental y lo que en esa separación se convoca (las sombras, los ecos de la ausencia, la penumbra, el desconcierto); la otra, con vocación de yo colectivo, habla del desafecto hacia un presente donde a los ciudadanos nos han degradado a rehenes de unos tipos amorales, brutales en su codicia, viscosos en su mediocridad, feroces en su cleptomanía y peligrosos en su afán de laminar la democracia.
— Según tengo entendido, el libro surgió después de una dura ruptura con tu pareja, lo que te llevó a replantearte muchas cosas. ¿Lo consideras un libro intimista?
— En mi escritura siempre ha estado ese costado íntimo, pero es cierto que aquí se manifiesta de una manera más directa, más clara, con mejor toma de tierra. Pero no es tanto el aullar por una ruptura de pareja como el intentar hacer espeleología por las extrañas emociones, y daños, y perplejidades, que trajo aquella separación. Lo que da de sí un desamor.
— Dices, “Estar solo es fingir…” me hace pensar en esa necesidad reincidente en nuestra especie de culpar a otros o de vivir por otros ¿Te parece que vivimos tan fuera de nosotros mismos que, al quedarnos solos, no somos capaces de reconocernos?
— Pues yo creo que solo me reconozco muy bien. Otra cosa es cuando se trata de una soledad imprevista, forzada, con púas. Eso exige otros protocolos. Respecto a culpar a los otros o vivir en los demás, sospecho que es algo que va con cada cual. Forma parte de la educación, de la fuerza, del nivel de cobardía (para necesitar culpar) o de dependencia (para perder los reflejos de ser uno mismo).
— No tengo duda de que tener al alcance la excelente biblioteca de mi padre lo hizo todo más fácil. Empecé a escribir poemas a los 14 o 15 años. No fui uno de esos niños cargantes que a los 9 años leía a Tolstoi. Nada de eso. Mi padre nos leía poemas para niños a mi hermana y a mí cuando nos íbamos a dormir. Aquello fue calando en mí, pero me gustaba más la calle que el papel. No fue hasta llegar al Instituto Montserrat de Madrid, y por un conjunto de azares, que redescubrí la poesía con una calentura enorme. Con una pasión irremediable. Con una fuerza inédita gracias a un profesor, Miguel Espinosa, y a dos compañeros también alucinados con la poesía: Miguel Fernández Estévez y Andrés Prado. Y así comenzó todo.
— Soy un hipocondríaco militante, así que calcula cuáles pueden ser mis terrores en ese sentido. Escribir, como decía Machado apuntando directamente a la poesía, es palabra en el tiempo. Ahí está todo.
— Para no caer en la tentación del inventario permíteme que sólo te diga uno: Rimbaud. Su actitud convulsiva y esa sensación de que su poesía estrena de otro modo el mundo me fascina desde la primera lectura, a los 17 años. Y sigo fiel a su causa incalculable.
— Echo de menos el andar descalzo, porque nunca andar descalzo fue tan cierto. Y a mis abuelos.
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