Algunos episodios en torno al proceso catalán tienen un toque estrambótico y ponen al descubierto que proliferan los pirómanos entre nuestros políticos, que hay mucho inquisidor entre los periodistas y que los gobiernos implicados han actuado de manera irresponsable. También evidencia que una parte de la sociedad está predispuesta a condenar todo aquello que no cuadre con sus expectativas.
Siempre resulta complicado saber a priori cuál es la respuesta apropiada —proporcionada se dice en estos días— a los retos planteados y cuál, de entre las posibles, es la más democrática y adecuada. Precisamente por ello y puesto que no hay decisiones sin efectos secundarios, los dirigentes políticos y los gobernantes tienen que calibrar las consecuencias de sus actos. No hacerlo supone un acto de irresponsabilidad. En todo caso, la dificultad de conocer la respuesta adecuada no es excusa para dejar de responder las demandas planteadas. Si hacer propuestas sin sopesar ventajas e inconvenientes, es un signo de insolvencia; alentar los instintos primarios, regresando al hombre de Cro-Magnon, es una temeridad.
Pocas cosas sorprenden cuando a uno y otro lado hay presidentes que gestionan mal los asuntos públicos y gobiernan con el respaldo electoral de partidos corruptos. Nada sorprende cuanto sus gobiernos gustan de envolver sus miserias en senda banderas rojigualdas. A estas alturas, cuando se ignora cómo será el desarrollo de los acontecimientos, algo podemos tener claro: la culpa será de los otros.
Son momentos decisivos para los incondicionales del «procés» porque o se cumple lo prometido o se pasará del enojo o al escepticismo indiferente de los entusiastas. Mientras tanto, en el otro lado se produce el despertar de ese españolismo atávico y estéril que muchos pensábamos hibernado y residual.
Y en esas estamos, en medio de un escenario recargado con tanta dosis de irresponsabilidad como de insolvencia. A estas alturas, el listado de agravios es innecesario; más que saber cómo se ha llegado hasta aquí, ahora urge encontrar la salida. Se necesita algo de empatía, tal vez bastante, aunque no se pueda convencer a esa parte de la sociedad catalana que ya ha desconectado intelectual y mentalmente de España, ni a esos españolistas que no quedarán satisfechos si no hay aplastamiento. Si el gobierno interviene el Govern, ya sea con machete o bisturí, ¿qué viene después?
Frente a la opción del diálogo se levanta un muro de monólogos. Pero ¿no es preferible el diálogo, la negociación y el acuerdo? La democracia no podrá transformar la realidad desde la tozudez y el mantenimiento de principios inalterables. Si países democráticos como Canadá y Reino Unido han buscado una solución democrática a demandas similares —Quebec o Escocia— con los resultados que ya conocemos, ¿por qué tanto temor a las urnas en el nuestro?
Es lunes, escucho a Joey Alexander, Willie Jones III y Scott Colley: