Diálogos desde el gallinero

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Hace unas semanas una amiga se sorprendía cuando le descubrí el origen más o menos aceptado del concepto de izquierda y derecha política. Pensé que era una cuestión más conocida, la verdad. Le contaba la historia de la Asamblea Nacional constituyente, fundada con la Revolución Francesa en 1789, que tomó importantísimas decisiones sobre las que se asienta la democracia misma, como la abolición de los señoríos y privilegios propios del sistema feudal o la declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, de manera que las cargas públicas se repartieran entre la ciudadanía en lugar de desangrar a unos pocos, y la posterior elaboración de la primera Constitución escrita de Europa. El pasado 17 de junio se celebró el 234 aniversario de la creación de aquella primigenia asamblea "del pueblo".

Sólo podemos dar un dato aproximado del número de integrantes de aquel órgano, pero la primera estimación fiable, en julio de aquel año, habla de unos 295 representantes del clero o Primer Estado, 278 del Segundo Estado, la nobleza, y un Tercer Estado que sumaba a más de 600 profesionales de toda índole, que no formaban un grupo homogéneo, pero sí solía votar unido. A la derecha del presidente se sentaron los partidarios de los privilegios del Antiguo Régimen, asamblearios moderados ocuparon el centro, y a la izquierda se sentaron los contrarios al veto real, especialmente integrantes del Tercer Estado. Tan casual y simple.

Conocer los orígenes del sistema nos ayuda a entender muchas cosas, aunque sean así de triviales. La asfixiante polarización política que se vive en España no es ni mucho menos singular de nuestro país, y cada tentativa que se da para revertir una tendencia que nos divide inexorablemente entre izquierdas y derechas termina en el mismo punto de eterno retorno, encasillados en una "familia", aunque no tengamos muy claro que define a cada una de ellas.

Ese encasillamiento forzado del individuo en bloques estancos, como si no tuviésemos derecho a pensar autónomamente, incluso a cambiar de postura cuando nos apetezca, se me antoja lo más parecido a un gallinero, cada uno en su jaula cacareando lo suyo y con los suyos. Más allá de nuestras fronteras tenemos el ejemplo de Estados Unidos. Sus casi 250 años de fascinante historia están trufados de terribles desencuentros entre facciones condenadas a pelearse.

La creación de Estados Unidos, como la Revolución Francesa, fue un hecho verdaderamente singular, toda vez que no había una nación previa. Los nuevos moradores de la costa este provenían en su inmensa mayoría de Inglaterra y trasladaron allí sus instituciones. No tenían rey y tampoco lo deseaban, por lo que optaron por una república presidencialista que llevó a un bloqueo continuado de las decisiones del gobernante por parte de las mayorías que se daban en el órgano representativo del pueblo. Los momentos de paz del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial o de la Guerra Fría solo obedecieron a la existencia de un enemigo común y externo. Disuelta la Unión Soviética volvió el conflicto. La era Trump no ha hecho más que horadar toda opción de diálogo e intensificar la polarización como instrumento político.

El debate sosegado sucumbe ante el populismo y su eterna lucha contra enemigos más o menos visibles para ofrecernos explicaciones simplonas que no necesitamos. La posibilidad de avanzar en soluciones consensuadas a las necesidades de la ciudadanía parece cada vez más lejana, pero no por ello tenemos que dejar de confiar en que el diálogo tiene que prevalecer.

Yo creo firmemente en que una sociedad como la española, diversa y plural, va a ser capaz de anteponer el bien común a los anhelos de unos pocos. La moderación, la autocrítica y el deseo de remar juntos en una misma dirección deberían prevalecer, casi 250 años después de la Revolución Francesa. ¿Un mundo ideal? Digo yo que habrá que empezar a creer en él y edificarlo, aunque sea sobre los restos de la polarizada realidad de nuestro gallinero actual.