Diario de los años oscuros

Por Tiburciosamsa

Viktor Klemperer fue un judío alemán convertido al protestantismo, que llevó un diario durante los años del nazismo y de la guerra, en el que narró sus experiencias en medio de un régimen al que detestaba y que en cualquier momento podía masacrarlo. Al otro lado del mundo, hubo un japonés que conoció experiencias semejantes a las de Klemperer, Kiyosawa Kiyoshi.

Kiyosawa nació en 1890 en una familia de campesinos acomodados. Estudió durante tres años decisivos en la escuela de Kigenji Iguchi. Iguchi era cristiano y liberal. Iguchi fue el Fernández de los Ríos japonés. Fundó una escuela privada en la que enseñaba a sus alumnos en el liberalismo y la amplitud de miras. Entre otras cosas, les inculcaba la admiración por la democracia norteamericana. Influido por Iguchi, Kiyosawa emigró a EEUU en 1906. Desempeñó diversos trabajos, hasta que logró colocarse de escritor en varios de los periódicos japoneses que se editaban en San Francisco, Los Angeles y Seattle. Esos años fueron claves para su formación: abrieron su mente a una cultura diferente y se formó en el liberalismo, el pragmatismo y el pluralismo, valores que estaban en retirada en Japón. De regreso a Japón colaboró en varios periódicos. Como periodista tuvo la ocasión de viajar por Asia y Europa y entrevistarse con personas como Mussolini y Ramsay McDonald, el primer Primer Ministro laborista que tuvo Gran Bretaña. Su formación y su experiencia profesional hicieron de él un liberal internacionalista, que creía en el diálogo y el pluralismo, justo los valores en los que no creían los militares que cada vez más se iban enseñoreando de Japón. Desde mediados de los años treinta su vida fue haciéndose más difícil, hasta el punto de que hubo momentos en los que llegó a preguntarse (y no sólo él) cómo era que no le habían detenido todavía. “El rumor que dice que me ha detenido la policía ha circulado decenas de veces”; “Esta mañana tuve carta de mi mujer. Hubo una llamada de Shimanaka. Hay rumores sobre mis actividades personales y estaba preocupado. Me aconsejaba que tuviera cuidado con mi comportamiento. Recientemente ha habido rumores de este tipo. Estoy seguro de que alguien me está controlando (…) En todo caso, para no verme sujeto a malentendidos ridículos, tengo la intención de ser todo lo cuidadoso que sea posible.” Posiblemente no fuera detenido por varios motivos: no era un radical; era más un pensador prudente que un activista revolucionario; se había ganado prestigio como experto en relaciones internacionales y como tal colaboraba con el Ministerio de Asuntos Exteriores; y, finalmente, ese gran factor en todos los regímenes totalitarios, que es la pura suerte.

El 9 de diciembre de 1942, en el primer aniversario del ataque a Pearl Harbour, Kiyosawa empezó a llevar un diario. Deseaba tomar notas de los acontecimientos según iban ocurriendo con la idea de que le sirviesen de base después de la guerra para escribir una Historia de esos tiempos. El resultado es un diario abigarrado, en el que se mezclan sin solución de continuidad sus reflexiones sobre el carácter norteamericano, sus análisis sobre la evolución de la guerra, sus descripciones de los pequeños avatares cotidianos (el robo de un sombrero, las dificultades para conseguir un billete de tren, la penuria alimenticia, la inflación, las alarmas de ataques aéreos…), comentarios sobre los trabajos que estaba desarrollando y críticas a la dictadura militarista bajo la que vivía.

Kiyosawa se mueve continuamente entre la frustración de vivir en un sistema burocrático y absurdo manejado por incompetentes y el temor a ser detenido por sus opiniones liberales. De hecho hasta llevar un diario como el suyo podía resultar peligroso. Cuando daba conferencias, debía medir sus palabras. Siempre había agentes de la policía secreta escuchándole. “…Cuando fui a dar mi conferencia, me estaban observando dos policías de paisano, uno que me miraba y otro que tomaba notas. Es imposible dar una buena conferencia en estas condiciones.”

Leyendo a Kiyosawa uno se pregunta qué es peor, si que tus opresores sean crueles o que sean obtusos. Los dirigentes japoneses de aquellos años eran ambas cosas, aunque, para Kiyosawa, se inclinaban más hacia lo segundo. Los ejemplos de su estupidez, que aparecen en el diario, son infinitos. Parecería que se dirigieran por la máxima de “cuando la situación sea desesperada y no sepas lo que hacer, ordena algo, lo que sea”. “Llamar a la isla aleutiana de Attu Atsuka y a Kiska, Narugamijima, parte de los patrones de pensamiento burocráticos, que se regocijan en cambiar nombres y muestran de nuevo que no se toman la guerra en serio.” Efectivamente, distraerse en cambiar los nombres de unas islas que tenían una ofensiva norteamericana en ciernes, suena a frivolidad inexcusable. Comentando sobre los entrenamientos para defenderse de los ataques aéreos, dice: “Como de costumbre, pondremos todos nuestros esfuerzos en su debemos llevar polainas o si debería haber kimonos con mangas”.

A veces Kiyosawa apunta a que los japoneses tienen los dirigentes que se merecen y se hace preguntas sobre el carácter japonés, semejantes a las que habría podido hacerse un noventayochista español. “La virtud de los japoneses es la resignación. Sin embargo, al final, no es posible hacer nada constructivo con eso. No es un pueblo estúpido, pero tampoco es un gran pueblo. Igual que el pueblo alemán siempre vuelve a las mismas cosas, el pueblo japonés también sin falla, regresará probablemente a lo mismo.””La característica especial de Japón es que los japoneses no dicen claramente sí o no.”

Los dirigentes japoneses tenían la fastidiosa costumbre de confundir sus deseos con la realidad y creerse su propia propaganda. “En el período de preguerra, los japoneses decían que los americanos no se convertirían en marinos. Huían. Además, decían que los submarinos eran incómodos y que se negaban a montarse en ellos. Nos reíamos con el hecho de que los planes de América estaban todos hinchados en sus números…” Kiyosawa comenta una conferencia que en mayo de 1943 dio un tal Yahagi en la que aseguró que la victoria del Eje era segura e hizo afirmaciones tan jocosas como las siguientes: “El nivel productivo de América es el 60% de lo que dicen.”; “El hecho de que continuamente estén ocurriendo accidentes de aviones en América es el resultado de la inferioridad mental de los trabajadores y mediante esos productos defectuosos intencionadamente revelan su oposición a la guerra”; “Éste es el año en el que la producción de América alcanzará su pico.” En julio de 1943, Kiyosawa cuenta de un político que preguntó a un amigo: “América todavía no ha humillado la cabeza, ¿verdad?” Y en esas fechas, los periódicos afirmaban que “Roosevelt está perdiendo popularidad porque la situación bélica de EEUU es mala y ha entrado en pánico para recobrar su popularidad.” También por esos días un oficial del Cuartel General Imperial decía que “Atrayendo al enemigo, acabaremos la guerra infligiéndole una derrota aplastante”. Kiyosawa, que a veces parecía que era el único que conservaba la cordura en el país, se pregunta en el diario si no hubiera sido mejor tomar la iniciativa y darle primero al enemigo.

En agosto de 1943 los periódicos informaron con entusiasmo sobre el éxito de la retirada de Kiska, que se había debido a la protección de los dioses y de los espíritus de los soldados caídos, así como a la habilidad de las operaciones militares. Kiyosawa comenta que muy bien, pero “¿Unas operaciones militares excelentes no deberían consistir en avanzar y atacar más que en retirarse?”

Al lector actual, que sabe cómo terminó la II Guerra Mundial, le parecerán especialmente chocantes las perspectivas optimistas sobre el final del conflicto que alimentaron los dirigentes japoneses hasta muy entrado 1944. A veces puede que estuvieran teñidas de manipulación, pero en otros momentos parecían sinceros al afirmar que la sociedad norteamericana se estaba cansando de la guerra y que pronto forzaría a Roosevelt a pedir la paz. Kiyosawa, que conocía bien EEUU y tenía canales de información que no estaban al alcance de la mayor parte del público, se echaba continuamente las manos a la cabeza ante tanta majadería.

Cuenta, por ejemplo, la siguiente conversación que en octubre de 1943 mantuvo un político con el Primer Ministro Tojo: “[Político]: Parece que la guerra está del todo indecisa”. Tojo se excitó y se levantó ipso facto, diciendo: “¿No tiene fe en la victoria segura?” Pero Tojo no estaba solo en ese voluntarismo. En febrero de 1944, Kiyosawa apunta: “En Tokyo oí que el 28 de junio es la fecha en la que una profecía predice que la guerra terminará con la victoria de Japón. Dicen que hasta hoy el adivino ha tenido razón.”

Frente a esos sueños desbocados, resulta apasionante ver cómo Kiyosawa clavó lo que sería el Extremo Oriente de los años venideros: “En lo que se refiere a la Gran Asia Oriental [alude a la parte de Asia, que era casi toda, sobre la que Japón quería imponer su hegemonía económica y política], son inevitables en el futuro la intrusión de América y de Rusia y el despertar de China. Frente a esas circunstancias, Japón debe controlar ese equilibrio de poder entre las tres potencias.” Pregunta: ¿qué habría pensado Kiyosawa de la política exterior japonesa de la posguerra, que ha consistido en echarse en los brazos de los norteamericanos?

Uno se pregunta qué tipo de Historia habría escrito Kiyosawa con su perspicacia, su experiencia y sus conocimientos. Es una pregunta que quedará sin respuesta. Kiyosawa no aguantó tantos años de privaciones y murió de neumonía el 21 de mayo de 1945. Al menos nos queda su diario.