Tenía en mi casa sin leer tres libros de Mario Levrero (Montevideo 1940-2004): Fauna / Desplazamientos, La máquina de pensar en Gladys y el libro de entrevistas Un silencio menos, cuando recibí una invitación para participar en una revista ‒que siempre he admirado‒. En su número de 2017, varias personas interesadas en el escritor uruguayo hablaríamos de él. Esto me llevó a releer (o leer) gran parte de la obra de Levrero. Lo primero que hice fue encargar en La Central de Callao dos libros que el día que fui a visitarlos no tenían: Diario de un canalla / Burdeos, 1972 y un conjunto de estudios sobre él, titulado La máquina de pensar en Mario Levrero. Más tarde me escribieron para decirme que ya tenían el primero, lo hojeé, me pareció que me lo iba a pasar muy bien con él y empecé a leerlo.
Diario de un canalla está escrito entre diciembre de 1986 y enero de 1987. En el prólogo, el primer editor de Levrero y su amigo, Marcial Souto, nos hace un necesario acercamiento al momento personal en que se encontraba Levrero al escribir estas páginas: a principios de 1985 el escritor, que está agobiado por problemas económicos, decide trasladarse de Montevideo a Buenos Aires y acepta la dirección de un par de revistas de crucigramas. Por primera vez en su vida, Levrero acepta un trabajo con un horario normal y un sueldo decente. Además, en Buenos Aires conoce a escritores que han leído su obra. Pero arrastra dos problemas: el trauma que le ha dejado su reciente operación de vesícula y el no haber podido acabar lo que sería el germen de su «novela luminosa». En diciembre de 1986, después de casi dos años de bienestar económico, Levrero se da cuenta de que lleva también dos años sin poder ocuparse de su novela, o lo que es lo mismo, «de su lado espiritual», lo que le hace sentir como un «canalla». De modo que decide usar sus días de vacaciones para reflexionar sobre la situación y poner en orden su vida. Una de las primeras medidas que tomará será volver a escribir; de este impulso nace Diario de un canalla: «Cierto que me hice un canalla como único recurso para sobrevivir, pero lo triste del caso es que me gusta lo que estoy haciendo, y que sólo me cuestiono en ratos perdidos y sin mayor énfasis» (pág. 19). En la página 20 podemos leer: «Hago ahora un esfuerzo por conseguir una letra mejor, y sigo escribiendo sólo con una finalidad caligráfica, sin importarme lo que escriba, sólo para soltar la mano». Destaco este último párrafo porque este impulso hacia la escritura que Levrero confiesa en su diario de 1986 es el mismo que le moverá a escribir en 1996 El discurso vacío, y en 2003 La novela luminosa. Como apunta Souto, en Diario de un canalla Levrero descubre una forma de escribir que será clave para la evolución de su obra: la escritura, en apariencia sencilla, de un diario: «Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción», dice Levrero en la página 25.
Si bien este Diario de un canalla comienza como una reflexión sobre el hecho de escribir, como un diario intimista, en el que lo que ocurre a su alrededor no parece tener mucha importancia, hay un momento en que la anécdota narrativa irrumpe en sus páginas: la narración empieza a articularse en torno a determinados animales; un pichón de paloma, una rata, y finalmente una cría de gorrión que ha caído al pequeño patio al que da su casa bonaerense. Uno de los temas fundamentales de La novela luminosa, lo que ocurría con las palomas que Levrero ve desde su ventana de Montevideo, aparece esbozado aquí de forma embrionaria.
Levrero observa que la cría de gorrión –a la que llamará Pajarito– no ha sido abandonada a su suerte por el universo, puesto que otros gorriones adultos, y que posiblemente serán sus padres, se acercan a él para alimentarlo. El Diario de un canalla avanzará para dar cuenta de las evoluciones de Pajarito. Éste no es un tema menor para Levrero, que siente que la presencia viva de esta cría de gorrión, precisamente en su patio, es una manifestación del Espíritu. Que Pajarito sobreviva a los envites del clima o la soledad renovará (o no) la fe de Levrero en el «Espíritu».
Sé que Levrero (igual que su amigo Elvio E. Gandolfo), además de ser un lector de novelas policiacas, lo era también de ciencia-ficción. Esta relación suya con las palomas me ha recordado a una entrevista a Philip K. Dick, en la que éste hablaba de una rata que había entrado en su casa y había caído en una trampa. El hecho de que un ser vivo que sólo buscaba comida encontrara la muerte le sirve a Dick para reflexionar sobre su relación con el universo. Es posible que estas anécdotas dickeanas le sirvan a Levrero de inspiración.
En cualquier caso, la «experiencia espiritual» está contada con mucho humor y ternura; al final, el lector descubre que lo que Levrero parece necesitar es la cercanía de una mujer.
Burdeos, 1972 está escrito en septiembre de 2003, después de haber acabado El diario de la beca, que forma la primera parte de La novela luminosa. Además de la fecha de escritura, Levrero anota la hora: muchas de estas páginas están escritas entre las 2 y las 5 de la mañana, en una época final de su vida en la que el autor tenía serios problemas para dormir. En su prólogo, Marcial Souto nos pone al corriente del contexto en el que se escribe este nuevo diario en 2003: Levrero está recordando algo que tuvo lugar en 1972, cuando conoce en Montevideo a una mujer francesa y decide irse a vivir con ella y su hija a Burdeos. Allí no puede trabajar, no comprende bien el francés y empieza a sentirse aislado, lo que le llevará a volver a Montevideo después de pasar unas últimas semanas en París. Después de treinta años, Levrero pone al corriente al lector de sus problemas de memoria para reconstruir ciertas escenas; de hecho, al tratar de explicar ciertos sucesos, éstos parecen transmutarse continuamente y convertirse en la transcripción de sueños. Levrero está en Burdeos pero, desde las primeras anotaciones de sus recuerdos, parece que siempre se está yendo de la ciudad. Burdeos, 1972 es una narración nostálgica, cargada también de humor y ternura.
Hacía tiempo (desde octubre de 2013) que no leía nada de Levrero y ahora (acuciado por la fecha límite para escribir mi artículo sobre él para la revista de la que hablaba antes) estoy pensando en leer y releer bastantes de sus obras. Me ha gustado mucho este reencuentro. Levrero ha sido uno de los autores que más me ha fascinado en los últimos años y me gusta comprobar que lo sigue haciendo. Diario de un canalla / Burdeos, 1972 me ha resultado una lectura muy agradable, y para alguien que no conozca nada de la obra de Levrero, podría ser una buena manera de empezar. Ahora estoy con Fauna / Desplazamientos y me lo estoy pasando también estupendamente.