Diario de un prodigio (LXVIII)

Por Manuelsegura @manuelsegura

Cuando aquellos dos hombres se sentaron frente a frente a la mesa de un restaurante para comer, uno de ellos reparó en el tiempo que llevaban sin hablar el uno con el otro. Pudiera decirse que nunca sus conversaciones habían cobrado trascendencia excesiva, si bien es cierto que compartieron, bajo un mismo techo, casi dos décadas de su respectiva existencia. A uno, aparentemente, la vida le había sonreído. Se hallaba instalado en una buena posición social, tenía un trabajo de alta responsabilidad y bien remunerado. Al otro, la crisis le había azotado de lleno y engrosaba las copiosas listas del paro.

En un momento dado, uno creyó entender del otro que alababa su éxito en la vida. Y quiso aclararle esta cuestión, en la fraternal confianza que ambos se profesaban desde niños. Lo hizo exponiéndole un razonamiento que barruntaba tiempo atrás. Fue cuando vino a decirle que él no se consideraba un triunfador porque arrastraba un gran fracaso en su interior: no haber podido estructurar una familia. El otro lo entendió de lleno. Y supuso que, en el fondo, eran dos seres que, quizá por el factor de la genética, se asemejaban demasiado.

El supuesto triunfador volvió a poner los pies en la tierra. Y pensó en las cuatro cosas que sí que le hacen a uno sentirse útil para con los demás. Una de ellas fue aquel día en el que la prensa se ocupó de uno de sus éxitos profesionales y alguien que lo quería, y quien aún se deja la salud adecentando casas y escaleras, le dijo que tenía el recorte expuesto en el salón de su casa para que todos lo vieran. Entonces sí que se consideró él un triunfador de verdad, poseedor del laurel de los que te otorgan el don más preciado, el de su cariño, sin más interés que el amor que te profesan a cambio de absolutamente nada.