Durante varios días no han caído tormentas y por las tardes se acumula una calima espesa que apaga los contornos de los objetos, nos envuelve en un bochorno pegajoso e incómodo y es caldo de cultivo donde aparecen, quizá por generación espontánea, como pregonaban los antiguos alquimistas, unas nubes de insectos diminutos y atosigantes que producen unas picaduras en apariencia inocuas, marcadas por unos puntitos minúsculos que, más adelante, se extienden en pequeños círculos rojizos y, por fin, adquieren volumen, se hinchan y pican terriblemente, lo que me obliga a refugiarme en el interior de la casa, bajo la remendada mosquitera, privándome de los atardeceres. Sin embargo, por las mañanas sopla una brisa suave que me devuelve la vida y me anima a pasear junto al mar, aunque no me alejo demasiado porque la soledad de la playa, el océano interminable y el silencio de la selva acaban produciéndome una sensación tal de desamparo que doy la vuelta sin siquiera haberme acercado hasta la mitad del trayecto; pero hace poco, después de una noche cargada de sopor, en la que no pegué ojo, salí a pasear apenas amaneció, al encuentro de la brisa mañanera.
Permanecí allí de pie, inmerso en la llovizna, meditando en, o más bien atento a, esta nueva apariencia del universo inmediato, tratando de calibrar su dimensión no tanto espacial como, digamos, fenomenológica, durante un tiempo difícilmente mensurable en unidades convencionales, minutos, horas, eones, al cabo del cual, en lugar de ceder a mi primer impulso de retroceder en busca de una realidad más familiar y protectora, decidí continuar avanzando por ese paraje que, ahora, se me antojaba desconocido. La curiosidad por el fenómeno me llevaba a indagarlo todo, desde la naturaleza circundante hasta mi propio cuerpo, que tocaba y observaba a la búsqueda de alguna novedad, un nuevo lunar, una cicatriz desconocida, una piel más arrugada o más joven, o quién sabe qué rareza, ya que una consecuencia inevitable de admitir lo inverosímil es la extensión de la calidad de irracional a todo lo real. Así, detenía con frecuencia la marcha para girar sobre mí mismo, me subía a las dunas para abarcar todos los rumbos, observaba con detenimiento un horizonte desvaído por el orvallo en busca de la silueta de algún mercante que me situara en el tiempo, o contemplaba mis huellas que el agua borraba como borra un trapo, pasado sobre una pizarra, los trazos que la tiza dibujó en ella, y seguía caminando por la playa inabarcable, tan inabarcable que me empecé a preguntar, sin poner ya coto al absurdo, si a mi espalda el mundo continuaría existiendo cuando avisté un objeto en la lejanía, al principio apenas un bulto oscuro e informe, pero que después, a medida que me acercaba resultó ser la silueta de un barco varado en la arena.
Un viejo barco naufragado quién sabe hace cuánto tiempo, con la proa semihundida en el agua casi hasta la línea de flotación y la popa apoyada en las dunas, un barco grande cuyas oxidadas planchas descomponía la intemperie. Descansaba reclinado sobre la banda de babor, ofreciéndome a la vista la enorme panza. Su estado era lamentable, agujereado por varios puntos, como si algún fabuloso monstruo marino le hubiera hincado los colmillos, descascarado por otros, mostrando las cuadernas desnudas, el ámbito de lo que fueron las bodegas, parte de la sala de máquinas. Qué desastre lo había hecho naufragar. Qué tempestad. Qué fenómeno. Debía tener más de cien metros de eslora, tres cuartas partes varadas en la playa y el oxidado acero de la proa, en el otro extremo, soportando el pesado batir de las olas. Cuando estuve bajo él, alcé el brazo para tocar su quilla y me sentí un pigmeo a los pies del coloso mientras la iba recorriendo hacia la popa. Todavía en algunos lugares podían distinguirse del orín los restos de la pintura roja que protegió la obra viva. Trepé a la duna donde la hélice, semienterrada, mostraba a la selva el infatigable bronce de sus aspas estáticas. Di vuelta a la popa y, desde el otro lado, pude observar lo que había sido la cubierta donde el deterioro era, en algunas partes, aún mayor, suma tal vez del causado por el naufragio y el perpetrado por el tiempo. No sé por qué aquel pensamiento me causó una repentina tristeza, un abatimiento que me hizo tumbarme sobre la húmeda duna, junto al barco, sin ganas de continuar su examen, imaginando sus pasados posibles o imposibles y recreando su final.