El domingo 7 de agosto dejamos La Casona del Herrero, en Navaleno (Soria), con la certeza de que habrá una próxima vez. Nos esperaba por delante una larga jornada de carretera que nos llevaría a Vigo. Además de los bártulos que llenaban cada centímetro cúbico del coche (maletas, juguetes, todo el equipo de cámping, comida, cacharros de cocina…), nos acompañaban sensaciones extra a las habituales en un viaje de vacaciones. A las ganas por llegar y descubrir nuevos lugares se sumaban los nervios por conocer en persona a Belén y su familia, y cierta inquietud por cómo resultaría la convivencia.
Nos habían invitado a su casa, cinco días, y lo último que queríamos era suponer una molestia que pusiera patas arriba la tranquilidad del hogar (Albert es un niño incansable). Hicieron falta dos minutos para desterrar cualquier temor.
Belén y Jorge nos recibieron en el jardín, entre montones de plantas aromáticas y árboles frutales, acompañados de una pareja amiga, y de Frodo y Ruty, los miembros cánidos de la familia, que se hicieron inseparables de Albert. Sobre todo Frodo, a quien le encantan los mimos.
Un rato después cenábamos juntos mientras nos poníamos al día. Porque aunque era la primera vez que nos veíamos (a Belén la conocía de la blogosfera y porque fue una de las anfitrionas de El viaje de Pau en su largo recorrido por España), parecía eso, que éramos dos parejas de viejos amigos que se reencuentran después de un tiempo.
Qué agradable es sentirse como en casa, pero sin las obligaciones que llevan aparejado el hogar y la cotidianeidad, ¿verdad? Y además, con vistas sobre las Islas Cíes.
El trayecto desde Soria se nos había hecho pesado, y eso que afortunadamente casi todo fue por autovía, pero hacía un calor espantoso, acentuado, curiosamente, al entrar en Galicia, que nos recibió con unos redondos 40º. Menos mal del aire acondicionado, poco ecológico, lo sé, pero era eso o cocinarnos en nuestra salsa.
Hablando de cocinar, unas horas antes vivimos dos experiencias bastante surrealistas buscando dónde comer. Paramos primero en un restaurante junto a una gasolinera, en algún punto de la A-231 en la provincia de León, poco antes de enlazar con la A-66. Lo primero que llamaba la atención era el cartel con la advertencia ‘No servimos en las mesas’. «Vale, van escasos de personal», concedí. Lo que ya no me pareció tan razonable fue que me proveyeran de cubiertos, servilletas, pan, vasos y agua sin limpiar primero la mesa repleta de restos de consumiciones.
—Perdona, la mesa está llena de cosas.
—Pues poneos en otra. Allí hay mesas libres —me dice la “simpática” camarera señalando a la hilera junto a los ventanales a punto de derretirse por el sol, que cae a plomo.
—Ahí da mucho sol.
La camarera pone cara de «ha llegado el delicado del día».
—Vale. Ya la limpiaré cuando pueda.
Ese «cuando pueda» suena a «nunca».
No sé si llegaría o no a limpiarla, porque cinco minutos después nos largamos. Supongo que nuestros platos combinados se los servirían a unos clientes más hambrientos y menos escrupulosos.
Nunca habíamos hecho algo así, y, la verdad, fue una buena decisión, porque aquella comida tenía toda la pinta de que se nos iba a indigestar, y porque nos dio la oportunidad de buscar otro lugar donde alimentarnos.
Lo encontramos unos quilómetros más adelante, en un pueblo llamado Valdevimbre, cuna del vino prieto picudo, cosa que ignorábamos. En una cueva, ahí comimos. Concretamente, en la del Cura. Así se llama el restaurante.
Fue un descubrimiento de lo más curioso. El pueblo está lleno de cuevas excavadas en las lomas, al estilo hobbit, que antiguamente se utilizaban como bodegas para el vino. Ahora varias de ellas ejercen de restaurante. La Cueva del Cura es sorprendentemente profunda, con multitud de salas fresquitas que, en plenas fiestas patronales, estaban repletas de comensales, como en el resto de cuevas-restaurante del pueblo. Comimos muy bien.
Arcilla y fuego
Si sois lectores habituales de ‘la recacha’ ya sabéis que Belén Soto es una excelente ceramista y alfarera, así que una de las excursiones obligadas durante nuestra estancia en Vigo tenía que ser a su lugar de trabajo. No lo hicimos hasta el penúltimo día, pero me vais a permitir la licencia de cambiar el orden de los acontecimientos. Ella se me ha adelantado, publicando en ‘Arcilla y fuego’ “la exclusiva” de nuestras fotos en su nuevo estudio, y ahora yo voy a insistir en el reparto de flores.
Si alguna vez vais a Vigo debéis pasar por Cabral para conocer la nueva casa de Cerámica Belén Soto. Seguro que encontráis alguna pieza de la que encapricharos. Belén y Jorge se han liado la manta a la cabeza y están ampliando el negocio (que merecen que en un día cercano lo sea de verdad). Han abierto un estudio en la avenida Ramón Nieto, más cerca del centro de la ciudad que el taller (que también visitamos) donde se acumulan cientos de sorprendentes creaciones. El nuevo espacio, más amplio y diáfano, es perfecto para dar clases y exponer las obras en venta. Estoy seguro de que les va a ir muy bien.
Durante los días que compartimos con ellos tuvieron muchos detalles impagables con nosotros. El más entrañable fue invitar a Albert a una clase de modelado de arcilla. Fue el alumno infiltrado del grupo infantil con el que trabaja Belén los jueves. Y el resultado, una bonita taza, que, cuando pase por el horno, la maestra prometió al aprendiz que le haría llegar para que la pinte.
Albert asegura que Belén es muy buena maestra, y no es un cumplido que regale fácilmente, lo garantizo. Claro que en la buena valoración también podría influir que le dejara jugar con Frodo a todas horas y regar el jardín (y a la simpática jardinera).
Con Jorge y Belén compartimos ratos muy agradables y charlas interesantes sobre temas diversos. Nos explicaron muchas cosas sobre Vigo, “la Ciudad Olívica”, donde, como en tantos otros sitios, durante los años de “bonanza” se desataron los sueños megalómanos de los gestores de lo público, ansiosos por poner ladrillos en cualquier centímetro cuadrado de terreno. La construcción del aeropuerto de Peinador en lo alto de una colina frecuentada por la niebla y el larguísimo pasillo aéreo que lo conecta con el recinto ferial, y que muy poca gente utiliza, son ejemplos curiosos.
Hablamos también sobre el destrozo que la Xunta de Galicia ha hecho con la sanidad pública, cuyas consecuencias han sufrido muy directamente, como tantos miles de personas (espero que el 25 de septiembre los gallegos echen de una vez a los mafiosos del poder, aunque visto lo que ocurre con la política en este país, seguramente los últimos escándalos de corrupción ayuden al Partido Podrido a revalidar su mayoría).
Y nos lamentamos juntos por los incendios. Al día siguiente de llegar empezaron a aparecer columnas de humo por todas partes. Las altísimas temperaturas, el viento, y la ausencia de lluvia son el mejor aliado para los criminales que queman el monte, respondiendo a intereses siempre egoístas y a menudo ocultos. No me creo que sean pirómanos que actúan por cuenta propia.
El ambiente estaba impregnado del triste olor a bosque quemado y el cielo entelado por las tétricas nubes de humo, de las que llovía ceniza. Una mañana Vigo había desaparecido. Asomado a la ventana ya no veía los edificios, ni el océano, ni las Cíes. Sólo humo. Una espesa nube arrastrada por el viento desde los incendios cercanos, que se había instalado entre las montañas que rodean a la ciudad.
Supongo que al final te acabas acostumbrando. El dolor por cada fuego se acaba transformando en un lamento mudo que se instala en lo más profundo del corazón, y cruzas los dedos para que el siguiente no se declare cerca de tu casa.
Belén y Jorge nos llevaron una tarde a uno de sus rincones preferidos, en Redondela, un pueblo cercano del que lo que primero llama la atención son los enormes pilares que soportan las vías del tren elevadas que atraviesan el casco urbano.
El rincón especial es la playa de Cesantes, a aquella hora ya casi desierta. Además, soplaba una brisa fresquita que invitaba a ponerse algo de manga larga.
Redondela se encuentra en la prolongación de la Ría de Vigo, que al superar el estrecho de Rande (atravesado por el espectacular puente de la autopista) desemboca en la ensenada de San Simón.
La marea estaba alta, y a la altura de la punta de flecha que forma la arena, frente a la enigmática isla de San Simón, se producía una batalla fascinante que enfrentaba a las corrientes marinas de cada lado y que se mantenía en tablas.
El lugar realmente tiene algo de mágico. Lástima de la enorme columna de humo que cruzaba el cielo del atardecer. Muy cerca, el bosque estaba siendo calcinado, y el mar rugía, se diría que de rabia por no poder impedirlo.
La isla de San Simón, frente la costa, observaba impasible la escena. Jorge nos relató parte de su convulsa historia. Refugio de templarios, objetivo de piratas, se dice que en el fondo de las aguas que la rodean hay tesoros escondidos, fue leprosería y una terrible cárcel franquista. En la isla hubo cientos de ejecuciones sumarias durante y tras la Guerra Civil, y años más tarde sus aguas fueron escenario de un episodio que se podría calificar de “justicia poética”, puesto que 43 falangistas murieron ahogados al volcar la embarcación en la que se dirigían a la isla. Casi ninguno de los tripulantes sabía nadar.
A finales del siglo pasado las islas de San Simón y de San Antón fueron declaradas Bien de Interés Cultural, y se dio inicio a un proceso de restauración para convertirlas en un espacio donde convivieran la naturaleza, la memoria histórica y la cultura. Actualmente se organizan visitas guiadas.
Jorge y Belén son encantadores (por si no lo habíais deducido aún). Ella es risueña y divertida, y él sabe captar toda la atención en cuanto abre la boca. Es de esas personas a las que vale la pena escuchar, porque siempre tiene algo interesante que decir.
Aquella noche cenamos en el restaurante O Mesón, en el paseo marítimo. Redondela es pueblo de pescadores y marisqueros, así que el marisco y el pescado por fuerza tenían que ser buenos, como lo era el churrasco, una ración bien generosa, acompañada de patatas caseras.
Fue esa velada de conversación animada cuando nos dio por las clases de catalán y gallego. Qué valioso patrimonio cultural son las lenguas.
—El catalán tiene palabras preciosas. Mis dos preferidas son “papallona”, mariposa, y “oreneta”, golondrina. ¿A que son bonitas?
—Sí, pero ya verás, en gallego aún lo son más. Mariposa es “volvoreta”, y golondrina, “anduriña”.
Me quedé con la boca abierta. Volvoretas y anduriñas… Qué delicia. Como deliciosas son las aventuras veraniegas que quedan por contar. Pronto, el tercer episodio, también en Galicia.