Diario político y literario de Fulgencio Martínez, donde se habla de lo divino y lo humano: 2

Por Agora

CONVERSACIONES CON EL OTRO RUBALCABA
(“Sobre el caso Nóos ocupa, todo está por ver”)

Tengo un amigo que se llama Alfredo Pérez Rubalcaba. Su homonimia con el político socialista y candidato a dirigir el PSOE le ha proporcionado algún equívoco y unas cuantas invitaciones de María González. Mi amigo es un sabio, y como los de su especie vive retirado, más amante de las aguas termales de Mula que de salir en la prensa. “Cuando me imagino, dice, la vida tan acelerada que ha de llevar mi casi alter ego, el político, no echo de menos al hombre más joven que fui. Feliz como un alemán jubilado, leo y pienso y miro la huerta y este río que transcurre sin por qué”. Es una experiencia estética oír su conversación pausada, pendular -pues cuando creemos que ha terminado de exponer un tema comienza de nuevo por la punta. No importa tanto el asunto que trate, las razones con que argumenta, como el vacío mental que consigue crearnos en la cabeza con el sunsún de su voz y con los gestos de sus manos, que tienen algo de librero de viejo, y parecen siempre querer escarbar entre un revoltijo oscuro, hasta encontrar una edición noble.

La otra tarde, hablando sobre si Dios existe, me dijo: “ahí tienen una cuestión palpitante”. (Alfredo hablaba como si estuviera interviniendo en las Cortes, pero con la serenidad de mente de un maestro del zen). “Porque si no existe, todo está permitido -me anticipé a decir yo- hasta la corrupción y la fortuna no ejemplar de Urdangarín”. “No, porque si existe -me rectificó- a ver cómo se explica que uno pueda desde una cierta justicia objetiva vivir en un palacio de 2500 metros cuadrados, y que el gobierno actual quite la ayuda de 200 euros de emancipación a los jóvenes para el alquiler de vivienda”.

Luego, comentamos la tristeza del Rey y su mensaje de Navidad. “¿Habrás observado triste al Rey?” “Sí, dije yo; pero también lo advertí fuerte y convincente en el Derecho y la Ley, que es igual para todos; en eso que los griegos llamaron isonomía, principio jurídico de la democracia”. “A propósito de tus griegos, me dijo, ¿conoces el diálogo platónico Eutifrón? En él cuestiona Sócrates si un ciudadano tiene obligación de denunciar a un familiar que haya cometido un delito (en aquel caso, el asesinato de un esclavo) o de ocultarlo a sabiendas ante la Ley para no perjudicar a uno de su sangre?”

“Pero en el caso de Urdagarín -ya sé adónde me quieres llevar, Alfredo- no es de su sangre, ni el delito es de sangre”. En ese momento explotó en risa Alfredo, con esa risa tímida, tan suya, que no quiere enseñarnos unos dientes un poco negligentes. “En el caso que Nóos ocupa, todo está por ver. Lo que plantea Sócrates, en el ámbito democrático entre ciudadanos corrientes (no sólo iguales entre sí ante la Ley, sino, sobre todo, iguales porque no hay Nadie, ni dios ni hombre, por encima de la Ley) es el conflicto entre ética y legalidad. Sócrates, que gustaba siempre de pensar por su cuenta (otra cosa es el resumen que transmitía su gabinete de prensa) es defensor de los sentimientos éticos de piedad y respeto. ¿Me preguntarás por qué?”. “¿Por qué?”, le dije.

“Porque esos sentimientos son comunes en todos, como la ley, pero además son más universales que la ley, variable según las naciones. Para el dialéctico griego de la democracia, no puede haber conflicto entre legalidad y ética, dado que la ética trasciende la primera

sin anularla: la confirma en su relatividad. Las cosas eran diferentes en la tragedia griega, que trataba los mismos conflictos pero en un contexto monárquico, donde el rey era intocable a la ley humana. El teatro ateniense -acuérdate de Edipo, Orestes, etc- presenta héroes trágicos que sucumbieron a faltas que no podían expiar por la ley. El teatro tenía esa función democrática, avisadora; era como la distopías, pero en el pasado.... Mirad lo que ocurre cuando no existen plenos mecanismos democráticos. Los dioses tienen que intervenir para juzgar a los reyes; con expiaciones terribles los rebajan a su condición humana para que puedan suscitarnos sentimientos de piedad y respeto. Antiguamente el conflicto trágico se resolvía con el juicio de los dioses a los reyes, o con la intervención de la Moira, el destino...” “pero hoy ya no, tranquilízame, Alfredo”, le dije.

Y continúó hablando mi amigo cuando yo ya solo seguía el sunsún: “las sociedades democráticas que no han sabido desprenderse de la supervivencia de la oscura noción de realeza, y de esa otra, aún más oscura, de la sangre real (transmisión por vía de sangre de los derechos al trono) mantienen sin resolver lo que planteaba la tragedia. Sócrates nos enseñó que los únicos derechos de sangre son comunes a todos, la piedad y el respeto. Ninguna sangre tiene más maná mágico. La sangre pide piedad y respeto a la sangre. Tiene legítimo valor ético aquello que obliga desde el sentimiento de la sangre. Nadie está obligado a declarar contra sí ni contra su sangre.

La sociedad española es la que está en conflicto consigo misma, al situar por encima de la ley a un hombre y al pedirle, luego, que actúe conforme a la ley, cuando puede asistirle otras razones éticas, humanas, de sangre. Y al final, todos somos este mismo río que transcurre sin por qué”.

Fulgencio Martínez


El artículo de Fulgencio, publicado en La Opinión de Murcia, 10 de enero de 2012