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A la hora de dormir nos escapábamos a la buhardilla; releía su poemario, mientras ella comía el chocolate vienés que yo había echado en la mochila antes del viaje.
Sus menudos ojos verdes brillaban igual que la estela de un lucero y reía estrepitosamente cuando el balancín se movía al ritmo de mis manos: Otra vez, repetía- Y aquellos simpáticos churretes en su cara de niña me hacían sonreír y el caballito de madera pareciera que volara. Caía rendida en mi regazo. Compartimos habitación durante las dos semanas que me asignaron como voluntaria. Lloré cuando nos despedimos. Recorrí lentamente los surcos de sus manos, llevándome un pedacito de su vida, de su pasado. Giré la cabeza una última vez; la vi ya de espaldas entrando en la casa, Amandita me miraba, triste. Texto: María Estévez