Mi padre, a quien le gustaba el box, pensaba que uno nunca está lo suficientemente preparado para recibir un golpe bajo. Ese derechazo invisible directo a donde más duele, lanzado sin ningún tipo de miramientos ni una pizca de conmiseración hacia el contrario, un buen día me escogió como su víctima. El destino aciago llegó a la puerta de mi casa y clavó los nudillos afilados.
Desconocía aún lo que me depararía en las siete horas siguientes. No tenía la menor sospecha de la crueldad del dolor que entraría como un huracán en mi vida arrasando cuanto encontrara a su paso. Lo que iba a acontecer, ni yo ni nadie lo hubiera podido presentir. Quizás lo sabía aquella lluvia de agosto que caía sobre nosotros con la insistencia de una maldición. Pero qué lejos entonces de adivinar que ese día sería el más largo de todos mis días. Que la vida y la muerte se encontrarían frente a frente, que en esas horas conocería lo mejor y lo menos digno de mí; lo peor y lo más noble de los demás.