El otro día hablaba acerca del tema de las drogas, de como los gobernantes son tan hipócritas como para hablar de la necesidad de su legalización una vez que dejan el poder. A muchas de las mentes biempensantes que ven en la droga al demonio, jamás se les ocurriría incluir al alcohol en su definición, y eso que en nuestro país causa cien mil muertes al año, entre comas etilícos, alcoholismo y accidentes.
En España, el acto de beber es toda una institución social. Mucha gente lo practica con moderación, disfrutando al tiempo de una buena conversación, pero nuestra cultura, orientada a la fiesta y al desmadre permanente hacen del alcohol un aliado imprescindible, un eficaz instrumento de desinhibición, aceptándose por la sociedad su consumo en grandes cantidades hasta por parte de los más jóvenes, con los efectos que todos conocemos. Es habitual en las conversaciones acerca de lo que se ha hecho durante el fín de semana referirse lúdicamente a la cantidad de copas que nos hemos metido en el cuerpo o a las rutas de bares habituales. Hay muchísima gente que centra todo su ocio en eso: beber, y cuanto más, mejor.
En 1962, dos de los cineastas más identificados con la palabra comedia, Blake Edwards y Jack Lemmon, se unieron para realizar uno de los dramas más poderosos de la historia del cine. Joe Clay es un bebedor social, al que su trabajo como relaciones públicas le ofrece la excusa perfecta para tomar copas continuamente. En su oficina conoce a Kirsten, de la que se enamora. Poco a poco Joe irá arrastrando a Kirsten al vicio de la bebida. Ella lo acepta al principio como método de acercamiento a su pareja, pero finalmente se hundirá en un pozo aún más hondo que el del propio Joe. Este va a conseguir salir gracias a la ayuda brindada por la conocida organización Alcohólicos Anónimos. La escena en la que toma conciencia de su situación es memorable: ve su imagen en un escaparate por casualidad y no se ve a sí mismo, sino a un vagabundo. Librar a su mujer del alcoholismo no va a ser tan fácil, sobre todo porque él mismo siente tentaciones de recaer cada vez que conversa con ella.
La mirada de Blake Edwards pasea sin pudor por todas las fases de esa terrible enfermedad que es el alcoholismo: desde la diversión de los primeros momentos, los de los efectos vivificantes de la bebida, que proporciona una alegría artificial, hasta la toma de conciencia del problema y el doloroso tratamiento que conlleva, pasando por una durísima escena, la del delirium trémens, magistralmente interpretada por un Jack Lemmon que sabe transmitir litros de amargura a su personaje. Joe y Kirsten llegan a convertirse en una pareja que no es capaz de gobernarse a sí misma. Son como dos niños grandes, continuamente autoengañándose, diciéndose a sí mismos que son capaces de controlar la situación, que una copa más no significa nada.
Que bueno sería que esta película fuera de visión obligatoria para nuestros adolescentes. Paseen una noche de sábado (o de jueves o viernes) por el centro de nuestras ciudades, acudan a cualquiera de las ferias que jalonan nuestros calendarios y observen. ¿Estamos creando una generación de alcohólicos? Quizá este sea uno de los grandes problemas de nuestro futuro a medio plazo. Lo de beber con moderación parece cosa del pasado. En realidad, nadie hace nada por atajarlo: ni los ayuntamientos, que no ofrecen actividades alternativas a los jóvenes, ni los padres, que en muchas ocasiones son los que inician a sus hijos en la bebida, así que el beber se convierte en una actividad habitual en su vida y, en muchos casos, la más esperada de la semana.
Quizá algún día seremos capaces de restar al alcohol el protagonismo desmesurado que tiene en nuestra vida cotidiana. Debe ser algo que esté presente, pero hay que educar a la gente en el consumo responsable, como un complemento más en la diversión. Para demasiada gente, el alcohol es la diversión.