Hoy, la olla en la que se cuecen los días de la canícula explotará o aliviará presión en virtud de la comparecencia forzada –formalmente, a petición propia tras la amenaza de una moción de censura- de Mariano Rajoy, presidente del Gobierno, en el Congreso para que explique, si puede o quiere, su implicación en el caso Bárcenas, un asunto derivado del caso Gürtel, en el que el extesorero del Partido Popular, ya en prisión, Luis Bárcenas, sintiéndose abandonado por los suyos, “tira de la manta” y desvela la financiación irregular del partido y el hábito de distribuir sobresueldos entre los máximos dirigentes del mismo, Rajoy incluido. Estos asuntos dan a conocer a la opinión pública una trama de corrupción y conductas inmorales que utilizan sobresueldos para “engrasar” a personajes públicos, donaciones de poderosos, dinero público que manejan políticos a su antojo, tráfico de influencias, intereses compartidos entre empresas privadas y administraciones del Estado y, en definitiva, toda una red de confabulaciones inconfensables que, al parecer, forma parte de la ciénaga en la que se desenvuelve el ejercicio de la política en este país. Un asco. Pero no ha sido único. Los tribunales provocan náuseas por diversos motivos.
Otro partido político es condenado por financiación ilegal y nadie dimite, salvo el peón instrumental que se utilizó para derivar el flujo del dinero: se trata del caso Palau de la Música, aquel en que la sentencia resuelve que Convergència Democrática de Cataluña se había embolsado 5,1 millones de euros procedentes de las subvenciones concedidas a la institución musical. Artur Mas, presidente de la Generalitat y líder de la formación nacionalista, actúa de manera calcada a Rajoy: acusa y limita las responsabilidades en el extesorero de CDC, Daniel Osácar, ya dimitido y condenado, y promete devolver el dinero. En todos estos casos, quien debía controlar y estar al tanto del desempeño de las personas designadas para dirigir la organización, suele expresar la misma excusa: no sabía nada y lo sucedido es muestra de un abuso de confianza. Se pide perdón y basta. Más asco.
Provoca arcadas que una persona, capaz de ocultar su vinculación con el partido que lo encumbra, no tenga reparos en optar a un puesto desde el que debe interpretar las leyes que emanan del Poder Legislativo, pudiendo enmendarlas para amoldarlas a la ideología e intereses del partido al que guarda obediencia y fidelidad. Es una desfachatez que puede acarrear graves consecuencias. Por lo pronto, cualquier sentencia de un juez que se demuestre “contaminada” de parcialidad puede ser recurrida ante órganos superiores. Y eso es, precisamente, lo que amenaza con hacer el exjuez Baltasar Garzón con su anuncio de llevar ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo la resolución que lo apartó de la judicatura y en la que intervino el ínclito Pérez de los Cobos. También Andalucía y Cataluña, de momento, han avisado de elevar los recursos que sean pertinentes de todas aquellas resoluciones judiciales en las que este magistrado haya intervenido por si, conocida su militancia activa, pudiera apelarse la falta de imparcialidad. Y todo porque no desveló su señoría, como hubiera sido honesto, su condición de afiliado del PP. Pero prefirió ser sectario.
En Andalucía, para no ser menos, las cosas no andan mejor. En julio se procedió a hacer un “paripé” de elección democrática del candidato para sustituir, ante su renuncia, a José Griñán de la presidencia de la Junta, y la “teledirigida” por el aparato del PSOE, Susana Díaz, ganó impúdicamente a la hora de obtener los avales necesarios para unas primarias que se tornaron, así, innecesarias. La designada-no-elegida se presta a coronarse como la primera mujer que detenta el cargo de presidente -¿o presidenta?- del Gobierno andaluz. En Septiembre deberá renovar el Consejo de Gobierno, formado en coalición con Izquierda Unida, y configurar los Presupuestos de la Comunidad para 2014, en complicada negociación con un Ministerio de Hacienda que establecerá el techo de déficit permitido. Ardua tarea en la que deberá atender a sus socios de gobierno, dispuestos a hacer prevalecer en las cuentas regionales los gastos más significativos de una política de izquierdas que contraste con las iniciativas de austeridad de Madrid y Bruselas. Y sin la amenaza de los ERE, que mantenían al Ejecutivo andaluz pendiente de las resoluciones de la juez Mercedes Alaya y a Griñán negando toda posibilidad de imputación por una trama de la que tuvo que tener conocimiento durante su época de consejero de Economía y Hacienda de Andalucía. Ello quizá explique estas prisas por la renovación.
Julio también ha hecho aflorar “brotes verdes”. El ministro de Economía, Luis De Guindos, anunciaba ufano que la recesión había tocado fondo y que el paro empezaba a reducirse, pues se había creado empleo no estacional. Pues bien, tal euforia duró lo que una gota de agua en el recalentado asfalto veraniego. A los pocos días, el Gobierno reconocía que aquellas alzas en la contratación obedecían al “efecto verano” y que, si se descontara –como se descontará en septiembre- resultaría que en el segundo trimestre del año, según la encuesta del INE, todavía se estaría destruyendo empleo, a pesar de las reformas y las rogativas de la ministra del ramo, Fátima Báñez. Y es que, como con la religión, la economía es cuestión de fe, esperanza y…, lo que prometía Rajoy, confianza, porque para caridad no hay recursos: es un gasto insostenible.