Días estupendos que me impedirán para siempre volver a subir al Empire State con la persona que quiera, por si acaso nos ataca la aplastante lógica de dejar a alguien a quien quieres por miedo a que esa pasión haya alcanzado su pico. Días estupendos de escapadas con amigos, aunque alguno de ellos se folle a un melón y seamos testigos ocasionales. A veces es un melón, en ocasiones una cabra, pero todos hemos oído historias semejantes y más o menos cercanas. Forma parte de la huella hispana, de la piel de toro, de las llanuras bélicas y los páramos de asceta, de la diversidad cultural que no deberíamos dejar que se desintegrara, porque aquí todos reconocemos como próximas esa historia del etarra puesto en libertad, o del muchacho de ciudad que acompaña por primera vez a su tío pagés por esos valles catalanes de los que ya no se querrá alejar, o incluso de esas paradojas de torero andaluz con súbito amor por los animales. Historias no tratadas antes, cierto, pero no por ello ajenas a nuestra cultura colectiva, a nuestro ADN de españolitos.
Y, entre todos, destacando, asombrando por su lucidez, el extraordinario texto de “lecciones de vida”, la mejor de las escenas y la menos veraniega, la más lograda de las interpretaciones de María Cuartero, la otra actriz en el elenco. Un momento de iluminación prodigioso de Sanzol que logra en pocas palabras sintetizar aquellas premisas que olvidamos con tanta facilidad como el verano llega a su fin cada año. Cuando algunos empezamos a compartir en voz alta la manera en la que educaríamos a nuestros descendientes, asunciones tan simples y tan difíciles de asimilar como “serás libre, podrás hacer lo que quieras con tu vida, sé valiente y recuerda que no estarás aquí para siempre” son bocanadas de realismo, casi mágico. Fue un gran amigo el que me dijo que tener hijos era una manera de no morir. Días estupendos si somos capaces de recordar, algún día, estas lecciones, incluso dirigidas a un predictor que acaba de darnos la buena nueva.