Días extraños en diálogo con mi poesía: las cosas del campo y algo más

Publicado el 04 julio 2014 por Almargen

Durante diez años (desde su reedición, en 2004, por Pre-Textos) el libro de José Antonio Muñoz Rojas Las cosas del campo me ha venido acompañando en los veranos del valle. El libro, como una ventana abierta, ha estado siempre en la estantería del salón y ha sido y es un remedio para conciliarme, cuando no tengo otra lectura a mano, con la naturaleza. Cuando digo naturaleza, quiero decir con el campo, con esas pequeñas y contundentes realidades que dan sentido a la vida más allá de toda tentación grandilocuente: el pequeño huerto, los erizos del anochecer, el olor de la hierba recién cortada, los grillos nocturnos, las luciérnagas... También para conciliarme con mi memoria y con mi experiencia de hombre crecido y criado en una ciudad como Madrid y a quien el campo —la montaña sobre todo— se le apareció un buen día como el lugar de todos los sueños y como reverso de una cotidianidad hecha de horarios, de urgencias y acostumbrada al tumulto de una urbe a punto de precipitarse en el turbión del desarrollismo. 

El refugio en el valle

Fue en un pueblecito, casi aldea, de Soria, durante un par de veranos de finales de la década de los sesenta. El campo, para el chiquillo que yo era entonces, era la libertad y era el río. Eran los olores que traían los álamos al atardecer, era el polvo de la trilla, los caminos perdiéndose entre los trigales de un amarillo rotundo, era un cielo infinito y estrellado, era el rumor de las esquilas o el olor que llegaba de algún establo colindante con la vega. Y fue el escenario, que el tiempo acabaría por mitificar, de algún amor preadolescente y mágico, hecho de largas noches y de juegos a la intemperie.
Aquí, en el valle, convivo con las cosas del campo desde hace muchos años. Aquí han convivido con ellas mis hijos: fueron niños, se hicieron adolescentes y enjovencieron verano tras verano. Aquí he seguido la evolución de las tomateras, he contemplado, en silencio, el lento arrastrase del erizo sobre la hierba seca, he visto a mi gato juguetear con los escarabajos, he convertido horquillas de rama de fresno en tirachinas con los que evocar mi propia infancia al verlos en manos de mi hijo. Y aquí he escrito: mucho. Poesía, novela, críticas, artículos literarios, políticos, intimistas.
Sin embargo, pocas veces esas experiencias se han colado en mis poemas. Acostumbrado desde hace muchos años a mantener en ellos una ventana abierta a lo colectivo, un sustrato de conciencia crítica, casi siempre he escrito poesía "necesaria". Mis experiencias íntimas en este y otros lugares solía guardarlas con cierto pudor: quedaban recluidas en algún cuaderno de un modo casi vergonzante. Pertenezco a una generación poética que protagonizó la lucha por la democracia en los primeros años setenta, que hizo de la conciencia crítica parte del poema, que se apoyó en la poesía para acompañar los empeños solidarios. Esa elección generó cierto desdén hacia la poesía de meditación sobre la realidad más cercana y personal, sobre los sentimientos íntimos, sobre la relación del poeta-hombre con la naturaleza, con una realidad afectiva hecha de pequeñas cosas. Era como si ocuparnos de asuntos semejantes en el poema fuera perder la brújula "social", olvidar el compromiso. Como si releer a Juan Ramón fuera dejar de lado a Blas de Otero, como si dejarse llevar por alguno de los poemas más intimistas de las Soledades de Antonio Machado fuera desdeñar los más solidarios y comprometidos de Campos de Castilla. 

Junto a Lozoya del Valle, embalse en invierno

Han tenido que pasar muchos años para comenzar a desprenderme de ese complejo. Y del mismo modo que Las cosas del campo, de Muñoz Rojas, ha sido un libro acompañante de mis veranos en el valle desde, al menos, el año 2004, he vuelto a poetas que hablaban de esos mundos pequeños que la "conciencia crítica" había relegado: el José Luis Prado Nogueira de Oratorio del Guadarrama, el Gerardo Diego de Soria sucedida,  el Pepe Hierro de Alegría, el Diego Jesús Jiménez de sus poemaas de Priego y de sus evocaciones de infancia y adolescencia de Coro de ánimas.

Esa actitud, en absoluto contradictoria con mi compromiso cívico y paralela a mi escritura poética "crítica" (ahí está mi reciente Fugitiva ciudad), se ha ido manifestando, sin que pudiera evitarlo, en una sucesión de poemas extraños en mi trayectorias: poemas de la memoria de mis hijos, poemas de amor, poemas crecidos en mi experiencia del campo, de un campo vivido con viejos amigos, en paseos en soledad, en momentos de contemplación o de melancolía. 
Son poemas que llevaban tiempo aguardando en esa imaginaria recámara que todo escritor lleva consigo. Que han ido desplegándose en cuadernos diversos, en libretas, en folios reciclados: si en mi poesía los días normales han sido siempre "los días con y en los otros", en este caso he escrito los poemas "de los momentos raros" gran parte de ellos nacidos y alimentados en mi refugio del valle del Lozoya. Formarán parte de un nuevo libro (que tengo a medias), un libro al que he otorgado ya un título provisional: De los días extraños.  Un par de poemas y algún fragmento de otro han sido publicados en revistas o en algún libro colectivo en los últimos años. Otro formó parte de mi libro viajero Por la sierra del agua (Gadir, 2006). Y casi todos, duermen a la espera del libro en una vieja carpeta de gomas de color azul marino.

Por el amplio número de poemas de esas características que contendrá, será un libro raro en mi bibliografía. Un libro distinto que probablemente defina mi evolución en el futuro. Sin complejos, sin mala conciencia, he dejado fluir la emoción: las emociones que nuestra conciencia comprometida nos hacía ocultar de manera vergonzante. 

Cierro este post, en el que ha dominado la de reflexión sobre lo propio, con un poema de ese libro futuro: de De los días extraños. Ahí queda. 

 EL TELESCOPIO

Sabía de aquel cielo de antracita y de frío.
Sabía de otras noches casi idénticas.
De momentos azules, olorosos
a mies recién cortada y al relente
de agosto en la montaña
y observaba a mi hijo, absorto entonces
en la noticia que llegaba del jardín de enfrente.

Ramón, amigo de aquel tiempo, tenía
el telescopio abierto al infinito del verano nocturno.

Mi hijo cruzó el camino y se asomó con miedo
al círculo temido y deseado.
Descubrió una luz distinta a la soñada.
Viajó por nebulosas, tocó cráteres
e imaginó una noche diferente,
quizá sin cicatrices ni carencias.

Era agosto. Quizá mil novecientos
noventa y cinco. Y la luna parecía la misma
que pisó un tal Neil Armstrong una noche
en que mi padre me enseño que era frágil la vida,
que madurez y muerte a veces se contemplan,
se saludan de paso, casi huyendo,
o se asoman, como en la noche aquélla,
al círculo de luz de un telescopio.