Cosas que hacen pensar en que la edad no perdona y, sin embargo, aprecia uno que se robustece el alma con los años, adquiriendo una fiereza desconocida y, al tiempo, una templanza ante las modulaciones de la vida, como si hiciese falta llegar a los cincuenta (me falta muy poco) y solo en ese franja de la existencia acudiese el equilibrio, cierto tipo de equilibrio, no crean, exento en franjas anteriores, qué sé yo, en los gloriosos veinte, en los más amansados treinta, en los ya un poco trágicos cuarenta. Ninguna edad es terrible, me dijo K. Pero también está la fractura que trae siempre el tiempo, que es una instancia mayor, de más difícil gobierno. No sabemos qué es el tiempo. Si lo supiéramos, escribía Spinoza, podríamos imponernos sobre él, no consentir que nos avasalle (esto lo añado yo), no dejar que nos expolie. Porque la edad es también un expolio, un saqueo, una invasión que no deja prisioneros. Seguro que todo esto ya lo he escrito antes. No me extraña que en adelante, cansado como estoy, mi cerebro no cree nada nuevo y se dedique, sin que yo lo perciba, a reformar ideas que andan ahí, a su amparo, yendo y viniendo como el mar cuando nos visita. Ahora voy a comer, luego voy a cerrar los ojos un rato, por perderme. Después de eso llamaré a mi amigo José Antonio. Pamplona no está lejos. Y saldré, pisaré las calles nuevamente. Hay días que parecen muchos. Hoy es uno. Ayer también.