Birnam se encuentra ya en una fase avanzada de su enfermedad y Wilder ofrece un retrato crudo de un hombre que ha dejado de amar, de comer y de tener ilusiones, alguien cuyo único objetivo es la autodestrucción y que literalmente se esconde de la presencia de los seres que le aman, porque su único objeto de deseo es la botella. Precisamente La botella es el título de la novela que a Birnam le gustaría escribir, su autobiografía siempre pospuesta, un proyecto que podría ser la única salida al laberinto en el que ha convertido su existencia. Quizá su vicio provenga de ahí, de su miedo a afrontar los desafíos cotidianos que impone la realidad, de verse a sí mismo, a los treinta y tres años, como un fracasado al que se le ha hecho muy tarde para cumplir sus sueños.
En Días sin huella se hace un uso magistral del flashback. Aunque la historia transcurre durante un fin de semana, los recuerdos asaltan de vez en cuando al protagonista y al espectador se le muestran momentos clave de su vida de bebedor. Su amor a la botella le ha hecho perder tantas oportunidades... El tramo final de la película es el más duro, cuando Birnam cae en los abismos del delirium tremens, con el duro discurso que le dirige el enfermero cuando se despierta, retratándolo prácticamente como un muerto en vida. La de Wilder es una de esas películas que hay que volver a ver de vez en cuando, una de esas escasas joyas que describen con una insólita precisión los aspectos más sórdidos de la condición humana.