(esbozo para estudio sobre la literatura Nothombiana)
La novela entera parecía empujarme, era vertiginosa, pero de pronto, sin esperarlo, el final me llegó y fue una cosa que me dejó abochornado ya que se dio demasiado encima, demasiado rápido, demasiado falaz como para creer que de veras había llegado. ¿Truco o defecto soltado sin más al final de un libro? Es difícil buscar una respuesta justa para este meollo. Lo cierto es que Diccionario de nombres propios sucumbe ante su propio poder hipnotizador.
Amélie Nothomb, la autora de este diminuto caos psicológico, es un escándalo bello en ya casi todo el mundo, sus libros se venden como pan comido en todas las librerías y sus traducciones no dejan de aumentar su fama. La versión de esta novela traducida al español por Sergi Pàmies es de una exquisita lectura y se puede sentenciar que toda la literatura de la pálida metafísica se encuentra allí.
Encontrar los mecanismos que hacen posible el universo de un escritor es en muchas ocasiones como desarmar a un soldado en la guerra, otras, simplemente son un recurso más, una ilusión de quinta que realza el misterio.
En el caso de Amélie los recursos de mago no están agotados aunque estos siempre sean los mismos. Su encanto radica en la manera única y diferente como nos narra el mismo tema en cada ocasión que tiene. A saber, los dominantes como señalaría alguna escuela crítica están ligados a su vida. Este revuelto que acabo de hacer con el estructuralismo y el formalismo sólo me sirven para asegurar todavía más que no se ha logrado crear una teoría global sobre la interpretación de la obra literaria. Las novelas de Nothomb son un ejemplo de esta discordia y de esta unión necesaria.
Sus novelas se leen de prisa y generalmente recaen en algo muy parecido al nouvelle roman, pero cierta realidad sanguinaria y sarcástica las despide de allí y las embota en los calabozos del humor negro y entonces el desarraigo se convierte en la fuente de su poder hipnótico, no pasa mucho tiempo y de pronto este calabozo se desploma, salvada por la técnica telegramática, muchas veces minificcional, Amélie sobrevive al recurso quemado por los escritores de betsellers y con la misma frescura con que se detiene para describir una escena de sadismo puro nos promueve hacia el naufragio en un realismo mágico que se desbarata con el primer síntoma de esbozo biográfico que deja escapar a medida que involucra dentro de la tercera persona cuasiomnisciente que narra la extraña cinta de moebius que la convierte en personaje fatal de sus desenlaces y a veces del encuentro mortal con los protagonistas que de pronto no saben que hacer con esta intrusa.
Este laberinto de divertimento que elabora Nothomb con las técnicas sólo realza el valor de su fórmica.
La anorexia cómo eje articulador de sus significados fórmicos tales como la infancia que monologa, el hambre que devora, el extrañamiento de la soledad o la alienación personal dados desde los deseos compulsivos que redimensionan los trastornos psicológicos le sirven como catapulta para enriquecer la explicación de las enfermedades mentales en las cuales basa la angustia de su universo literario.
Pero hay más, está también en esta belga grisácea esos formidables formables que hacen de su oficio un arte. "Abrir los ojos como platos" formable básico de su literatura se instaura siempre como expresión-tic de los asombros y que decir de su maravilloso formable de divinidad que nos manifiesta siempre su necesidad de ser dios en la infancia, esa pretensión mitológica que constantemente promulga, que ingesta y la devora.
Poetizar el delirio de la embriaguez personal por lo tenebroso constituye el copyright de la autora. Frases rotundas e hilarantes y los espasmos intertextuales con los cuales logra darle una solidez increíble a sus ideas demuestran en que sentido va leyendo ella misma su mundo. Todo lector encuentra sus propios intereses, ella encuentra su destino, el pasado de una enfermedad que dejó gracias a dichas lecturas.
Molière ya no como comediante trágico sino como metáfora de la condición irreal de su enfermedad, Ionesco como padrino de sus obsesiones y Woolf como estrella tutelar de su posesión literaria.
Amélie no hace hablar la infancia, la entiende de forma siniestra y la hace decir cosas que se insertan con credibilidad en nuestra mente. Decir que esta autora no tiene deudas con Maurois, con Bolaño, con Calvino, con Mishima, con Céline o con el mismísimo Murakami sería despreciar su pasión de asidua lectora. Es más, ella es una apostilla de estos autores unidos en una masa amorfa. "Sin duda cada ser tiene, en el universo de lo escrito, una obra que le convertirá en lector, suponiendo que el destino favorezca su encuentro." Afirma ya casi a final de su relato y con esto nos recuerda a uno de los más grandes de todos los escritores: Borges.
"Sólo existe una llave para acceder a la sabiduría, y es el deseo" dice en su Diccionario de nombres propios y parece proclamar con esto la inauguración de su don. Cada vez que Amélie se aleja de su historia dentro de la narración se produce algo mágico, sus apreciaciones parecen nacer de un suspenso inmediato que se da en ese breve espacio en que el gozo de su escritura es interrumpida por una que otra idea brillante que no puede dejar a un lado. Injertarla al remolino de su novela de turno es un leitmotiv constante en su escritura.
Tal es el caso de esta perla encontrada en el libro citado anteriormente: "Para el niño, el amigo es aquel que lo elige. El amigo es quien le ofrece lo que nadie le debe. Así pues, la amistad es para el niño el lujo supremo - y el lujo es aquello de lo que las almas nobles tienen la más ardiente necesidad-. La amistad proporciona al niño el sentido fastuoso de la existencia". Estas elucubraciones intelectuales verdaderamente intensas se forman alrededor de sus historias no como pies de página necesarios para promover la ilustración de su mórbida tensión dada entre la trama que inventa y la idea que encarna sino que son incisos que se confunden y se ajustan con la voz que narra y se incrustan muy rápido en los formables que ya hemos mencionado y que caracterizan su voz.
Con tal disciplina impuesta, una historia por más corta que sea debe generar una tensión o una liberación monstruosa, el resultado espasmódico de dichos esfuerzos se encuentra en sus finales.
Como toda obra de arte verdadera, sus novelas, parecen todavía inacabadas.
A pesar de ello, el agotamiento que se nota en cada lectura no deja de sorprender. A igual que Plectudre, Amélie se abalanza con furor sobre sus propias obsesiones hasta quedar exhausta. Vale la pena entonces leer estos maratónicos extremos que no se cansa de inventar la dama de la tenebrosa identidad.