A los seres humanos siempre nos ha tentado el poder. Nuestros antepasados trogloditas soñaban con llegar a ser los jefes o los chamanes de sus tribus; los hombres de las primeras civilizaciones aspiraban a crear imperios, a someter a otros pueblos; y, una vez establecidos los imperios, los reinos y las distintas instituciones religiosas, los que nacían con el gen de la ambición no cejaban en el empeño de derrocar a quienes ostentaban esos nuevos poderes para ocupar ellos su lugar.
Esa ambición desmedida por dominarlo todo, por someter a todos, es quizá el rasgo que mejor nos caracterice a los humanos y el que nos ha permitido evolucionar hacia quienes somos ahora.
A lo largo de los siglos por los que se ha ido desarrollando nuestra andadura por el planeta que tan duramente hemos maltratado, hemos ido adquiriendo cada vez mayor protagonismo frente al resto de especies y acrecentando nuestro poder sobre ellas y sobre nosotros mismos. Con cada uno de nuestros inventos, con cada avance de la ingeniería y de la ciencia, nuestras mentes han ido perfilándose más hasta el punto de poder idear artefactos que han contribuido a cambiarnos mucho la vida y a facilitarnos esa empresa de dominación que, en ningún momento de su evolución, ha consentido darse tregua.
Desde las famosas catapultas de Arquímedesal descubrimiento de la pólvora o la creación de la bomba atómica, los humanos hemos ido derivando en seres cada vez más letales para nuestra propia especie.
De la mano de los primeros ingenieros llegaron los puentes, que contribuyeron a unir territorios que hasta entonces se habían mantenido incomunicados. También llegaron los barcos, que fueron capaces de permitirnos descubrir nuevos mundos y contaminarlos con nuestros virus y nuestra mezquindad. Con la revolución industrial llegarían también las máquinas de vapor, que darían paso a los primeros trenes, y el siglo XX despertaría habituándonos a ver nuestras calles sin asfaltar sorprendidas por vehículos de motor que a más de un transeúnte despistado le darían un buen susto o un tremendo disgusto a sus familiares. La aviación dejaría de ser el sueño imposible que en siglos anteriores habían perseguido hombres como el andalusí Abbas Ibn Firnas o el renacentista Leonardo da Vinci, para convertirse en una realidad que, un siglo después, ha invadido de aviones comerciales el espacio aéreo del mundo entero.
Abbas Ibn Firnas: Poeta, astrónomo e ingeniero andalusí, que vivió el siglo IX i fue uno de los precursores de la aviación.
A lo largo de la historia, en cada una de sus épocas, han habido emperadores, reyes o dictadores que han pretendido expandir aún más su poder, arrebatándoselo a sus vecinos e incluso a los vecinos de sus pueblos vecinos. Porque el ansia de poseer es insaciable y capaz de llegar a corromper a la mente más lúcida. Hombres como Alejandro Magno, Carlomagno, Napoleón o Hitler supieron valerse de los avances de cada una de las épocas en las que vivieron para ponerse el mundo por montera y hacer su santa voluntad. Pero ninguno de ellos llegó a tener tanto poder como el que pueden llegar a tener los líderes del futuro si se valen inteligentemente de las infinitas posibilidades que les brindan las nuevas tecnologías.
Si hace unos 25 años internet irrumpió con fuerza en nuestras vidas cotidianas y fue capaz de darles la vuelta completamente, revolucionando nuestras formas de relacionarnos y convirtiendo nuestro día a día en un escenario de pantallas con las que nos levantamos y nos acostamos, en los días que vendrán seguiremos descubriendo aplicaciones sorprendentes que nos inducirán a cambiar el chip mucho más a menudo de lo que ya lo hacemos ahora.
Siempre hemos oído decir, sobre todo a los periodistas, que la información es poder. En nuestro mundo actual, esa información no tiene porqué contener secretos de estado, ni los planes de ataque de un hipotético ejército enemigo, ni la fórmula concreta de un nuevo medicamento contra el cáncer. Los datos más buscados por quienes ostentan los puestos de más poder en el planeta ahora mismo son mucho más irrelevantes, pero les están haciendo de oro. Son nuestros datos, los datos cotidianos de las personas de a pie.
Cuando empezamos a navegar por internet, sin tener ni idea de cómo manejar una computadora, no sospechábamos dónde nos estábamos metiendo al introducir nuestras primeras palabras clave en un buscador. En aquel momento aún no existía o estaba en pañales el famoso y socorrido Google. Bastarían unos pocos años para que ese por algunos llamado Doctor Google, llegase a substituir a nuestro médico de cabecera, a nuestro tendero de confianza, a la dependienta de la tienda de ropa en la que ya no entramos, a nuestra academia de idiomas o a los periódicos y revistas en papel que ya hace años dejamos de comprar en el quiosco. Tampoco hacemos ya nuestros trámites con la administración en ventanilla, sino a través de las pantallas, con certificado digital o con claves que implican gestionar nuestro acceso a sus plataformes digitales combinando mensajes de correo electrónico con mensajes en el móvil. Poco a poco, hemos ido dejando de hacer cola frente a las distintas administraciones públicas y las distintas entidades bancarias para pasar a dedicarle más tiempo a hacer gestiones por internet. Y, debido a la pandemia del coronavirus, esta tendencia se ha acabado imponiendo a un ritmo trepidante, obligándonos a vivir en un mundo cada vez más virtualizado para el que ya no habrá marcha atrás.
Por otro lado, muchos de los aparatos electrónicos que adquirimos ya llevan integrada en su sistema una tecnología muy avanzada que les permite ir mucho más allá de sus funciones, al poder reportar información sobre nuestros hábitos de consumo a una gigantesca base de datos denominada Big Data, de la que cada vez se valen más empresas y organismos diversos para obtener información de sus clientes potenciales y poder así preparar campañas de marketing más acertadas a la hora de ofrecerles sus productos.
No es extraño que cada día recibamos montones de llamadas de números que no conocemos con el consecuente aviso de nuestro móvil de “presunto fraude”. ¿De dónde sacan mis datos?, nos preguntamos extrañados, porque se supone que hay una ley de protección de datos que, supuestamente, puede multar con sanciones importantes a quienes vulneren esa protección.
Pero ésa es una de tantas contradicciones en un mundo que, por un lado, se pretende democratizado y simula defender los derechos humanos y la libertad de todas las personas, y por otro aboga por una nueva dictadura global en la que todos seamos controlados al milímetro de la mañana a la noche y de la noche a la mañana.
Las medidas adoptadas a nivel mundial para tratar de contener y combatir la pandemia del coronavirus ya apuntan en esa dirección. Los distintos gobiernos se están sirviendo del Big Data para recavar información de todos los ciudadanos. Ahora ya se está empezando a discriminar entre los que poseen el llamado pasaporte covid y los que no lo tienen. Muchos creen que, pasada la pandemia, todo volverá a la normalidad y seguiremos siendo libres como antes. Pero nada más lejos de la realidad. Ni antes éramos tan libres, ni el mundo volverá a funcionar igual después de este mal sueño. Vendrán otros virus y se impondrán otros toques de queda, otras restricciones. Porque demasiados poderosos han descubierto en este último año lo que puede dar de sí esta internet de las cosas y de las personas.
Cuanto más virtualizada se vuelva nuestra vida, más datos van a recavar quienes nos vigilan sin tener ojos para tenernos más controlados valiéndose, precisamente, de los secretos y los deseos que vertimos en nuestras redes sociales y de nuestros hábitos de consumo. Así podremos vivir la paradoja de creernos libres de elegir nuestro día a día cuando lo único que estaremos haciendo en realidad será sucumbir a los encantos de una suculenta manzana que creemos que nos estará ofreciendo un inocente árbol cuando, en realidad, estaremos mordiendo el anzuelo que nos podrá expulsar de nuestro propio paraíso.
Nadie puede escapar de la red que el mundo que emerge está tejiendo sobre todos nosotros, pero sí podemos tratar de retrasar su impacto, centrándonos más en lo verdaderamente importante, buscándonos las miradas sin que medie una fría pantalla entre nosotros, abrazándonos más cuando se den las condiciones sanitarias para hacerlo, estando más presentes, emocionándonos sin pedirle permiso a un algoritmo y poniéndole ganas a todo lo que hagamos. Como en la nueva campaña publicitaria de Aquarius, Programados para ser libres, en el que una robot entrevista a un humano y le descarta porque considera que él no puede hacer nada que no sean capaces de hacer ya ellos. Y entonces el humano le responde que lo que nos diferencia son las ganas. Los humanos nos caracterizamos por nacer ya con ellas. Con ganas de luchar, de superarnos continuamente, de aprender, de levantarnos tras cada caída y de no rendirnos jamás.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749