Diez momentos especiales de mi viaje a Estambul

Por Mundoturistico

“… es rara, Javier. Es una ciudad en la que tengo recuerdos que no he vivido“. Película ‘Piedras’. Ramón Salazar, 2002.

Cuando era pequeña, mi padre me contaba siempre una serie de historias donde el elemento común era el descubrimiento de una isla o territorio –bien fuera por navegantes o niños en busca de vacaciones-, pero cuyo momento más especial era la llegada o despedida en el puerto. Entonces, imaginaba una ciudad portuaria llena de ambiente; de historias personales de reencuentros o partidas; gaviotas sobrevolando cada uno de sus rincones; y el ir y venir de los barcos, como símbolo siempre de movimiento. Me gustó reconocer esta imagen infantil en mi reciente viaje a Estambul, añadiendo la imponente presencia de la Mezquita Nueva y la de Süleymaniye; el olor a maíz inflado, dulces del lugar o especias; la posibilidad de tocar y ver con mis propios ojos tal expresión de vida.

Aunque estas sensaciones –la de estar visitando una ciudad de cuento; quizás viviendo sumergida en una fantasía- no las tuve en el momento que llegué, la ciudad me fue ganando poco a poco y acabé por rendirme ante tal “caos ordenado”. Por eso, he querido dedicar mi primer post a momentos especiales que hicieron, quizás, que Estambul acabara por convertirse en un lugar al que estoy segura de que volveré algún día y por el que sentiré nostalgia. Esos momentos que más allá de los muchos lugares interesantes que la Historia ha dejado en la antigua Constantinopla hicieron que se me dibujara en mí una sonrisa; que quisiera volver a ella una y otra vez; que no me cansara de mirarla.

Los primeros momentos: de mezquita en mezquita

Para el primer día, reservé las visitas más típicas para por la tarde –pues sabría que habría más gente-, dejando para primera hora algunas de las menos populares. Así, el recorrido nos llevó de mezquita en mezquita, monumentos que vertebran la vida de muchos de los barrios de la ciudad de Estambul y que tienen tanto estética como simbólica y socialmente, un peso vital. Comenzamos a acostumbrarnos poco a poco al ritual de descalzarnos, tapar nuestro pelo y guardar respeto y silencio, siendo bien recibidas allí donde entramos. Aunque agnóstica convencida y creo que de forma irrevocable, me atrajo contemplar el rezo musulmán. Ver la entrega y la fe en sus actos; que no hubiera un ritual como la misa, sino que cada uno estableciera su relación con Alá más a su manera; lo hipnótico del momento; más allá de compartir o no su fin último. Además, en las mezquitas, comencé a fijarme en dos elementos que llamaron mucho mi atención, sobre todo el primero: el minbar, el púlpito desde donde el imán ofrece el sermón; o el minhbar, que es un pequeño espacio que indica hacia donde se debe rezar y suele estar precedido por un arco.

Finalmente y en total, visitamos ocho centros religiosos, en este orden: la imponente mezquita de Süleymaniye; la curiosa y vacía de turistas Mezquita de Sehzade; el centro neurálgico de la vida del tradicional barrio de Fatih, la Fatih Mehmet Camii; la auténtica Hirka-i Serif; la diferente San Salvador de Chora, por su historia y sus mosaicos; la escondida y genial Rüstem Paşa Cami; y finalmente, las joyas de la corona, la mezquita Hagia Sofía y la conocida como Mezquita Azul.

El momento exótico: El canto del almuecín

El almuecín es quién llama a la oración cinco veces al día desde las mezquitas de la ciudad. Su canto es uno de los elementos más exóticos que llamó mi atención en Turquía; ya que en Marruecos o Java, no lo había percibido apenas. El primer día sonó a eso de las cinco de la mañana, mientras dormíamos; además, a dos voces. Más tarde pregunté a un lugareño si eso podía ser posible y me comentó que serían procedentes de varias mezquitas. Por nuestra ubicación, así debía ser. Con el paso del tiempo, comenzó a ser algo muy habitual, la banda sonora de varios momentos especiales y un elemento clave que pasado el tiempo comencé a reconocer al instante.

El momento auténtico: entrar en la mezquita Hirka-i Serif

Cuando llevamos unos cuantos viajes a las espaldas, solemos comenzar a buscar lugares menos turísticos que nos acerquen en mayor medida a la forma de vida real de la ciudad; a estos momentos me gusta llamarlos auténticos. Y sin duda, durante el primer día, viví uno de esos. Fue gracias al autor del blog Planeta Estambul, que me contó que durante el mes de Ramadán –sí, fui en esa fecha tan especial- en la pequeña mezquita de Hirka-i Serif, se muestra al público una túnica de Mahoma. Al principio, al no haber ni un solo turista ni indicaciones de ningún tipo y coincidir además con la hora de culto, creíamos que no podríamos entrar; de hecho, íbamos a dejarlo para otro momento, pero un vendedor comenzó a hablarnos, a contarnos su pasado en Barcelona y nos animó a hacer cola. “¡Va rápido!”, decía; así que decidimos hacerle caso.

No puedo evitar decir que me sentí un poco extraña, entre el sentimiento de “¿Qué hago aquí?” y bastante observada, además de con mucho calor, pero el momento merecía un poco de esfuerzo. La mayoría de las mujeres rezaban con las palmas de las manos levantadas y muchas entonaban una especie de canto; pude percibir la emoción que sentían al acercarse a la pertenencia del profeta. La mezquita está en obras y no sé en qué sala exactamente vemos el preciado objeto, pero la visita es bastante fugaz. Las masas se agolpan y tampoco es cuestión de pelearse. Tampoco nos dejan hacer fotos e incluso creo que es la mejor opción, ya que en un intento de sacar la cámara vi a mi alrededor varias miradas acusadoras, aún a pesar de que otras mujeres captaban el momento.

El momento decepción: calle İstiklal

Como señalé al inicio del post, mi “amor”, digamos, por Estambul, no fue un flechazo. Pero bueno, supongo que no hay ciudad perfecta. El primer día me resultó interesante, pero quizás no había encontrado aún una de esas imágenes que hacen que un lugar me resulte bonito. Quizás no había tenido todavía un momento mágico, pues si bien la entrada en Hirka-i Serif había sido una experiencia muy especial, la mezquita estaba en obras y no atesoraba especial belleza.

Tampoco ayudó que el segundo día comenzáramos la ruta acercándonos al barrio de Beyoğlu y tras un paseo con cierto encanto por la zona de la Torre Gálata –a la que se puede subir, pero decidimos no hacerlo porque queríamos comenzar a descartar visitas, ya que todas subían bastante el gasto-, llegamos a la calle İstiklal, que siendo sincera, me decepcionó. La calle en sí me resultó muy comercial; no veía su encanto por ningún lado y cuando intenté alejarme un poco para ver si todo cambiaba, nos perdimos y fuimos a parar a una zona residencial sin ningún encanto. Eso sí, cafeterías chulas tiene un montón en las calles de alrededor, pero tampoco era tan tarde para hacer una parada, así que las vi pero no entré en ninguna. Ni siquiera el tranvía antiguo hizo que me reconciliara con esta zona. Así que tras sumergirnos en el Pasaje de las Flores y en los mercados cercanos y hacer una parada en una tetería de la zona, en el bulevard Hazzo Pulo, nos fuimos. Esta tetería destaca por su ambiente local, pero tampoco había demasiada gente tan pronto y el servicio fue un poco desatento. Así que no era mi día con esta zona de Estambul. Dicen que para la noche, es la zona más animada. Pero tampoco nos dio tiempo a salir de marcha, así que tendrá que esperar a otra ocasión para ofrecerme algo que me haga cambiar de opinión.

El momento amor: La zona y Mezquita de Ortaköy

No hay nada mejor para quitarse el sabor de boca de un lugar que no ha gustado tanto que visitar otro que finalmente, te encanta. Justo después de visitar la zona de Beyoğlu, decidimos que era un buen lugar para conectar con Ortaköy. Aunque las comunicaciones en esta zona no son muy claras, tomamos un bus en Kabataş que nos llevó hasta al moderno barrio de Besiktas y de ahí, caminamos otros quince minutos para llegar. Pero el cambio de ambiente y las vistas fugaces al Cuerno de Oro, con mucha menos presencia de turistas, hace que ya el paseo merezca la pena. Aunque lo mejor viene al final. Tan solo la imagen de la Mezquita de Ortaköy desde la animada plaza de Iskele Maydani ya me hizo recobrar mi energía viajera: el mar, dos pequeños barcos, la bonita mezquita, el ambiente tranquilo, los tonos cálidos y los puestos que rodeaban la escena, hicieron que ese momento resultara realmente encantador. De ahí, el momento amor

La mezquita, aunque no es muy grande, tiene un enorme atractivo porque es bastante diferente de las principales y además, en su interior, tiene unos tonos pastel que encajan a la perfección con la ambientación marítima. Tras una breve visita, comimos en los restaurantes de alrededor; todos ellos resultaban interesantes. Dicen que es una zona ideal para tomarse una copa, también. Para entonces, ya habríamos abandonado el lugar. Pero de allí me llevé la sensación de que mi impresión de Estambul empezaba a mejorar…mucho.

El momento atardecer: Mi predilección por el puente Gálata

Como ya comenté en mi artículo sobre los momentos que no pueden faltar en un viaje, el atardecer es un fijo. En esta ocasión, tenía claro que iría a la zona asiática para contemplarlo tomando un té en la zona de Kadıköy, a la que accedí desde Üsküdar tras un paseo en ferry. No obstante, las vistas más bonitas de Estambul se pierden en esta posición, de ahí que mi atardecer predilecto en urbe fue el que pude observar en el puente Gálata.

De hecho, aunque no sea el momento del ocaso, este lugar fue uno de mis rincones favoritos. Lazo de unión entre dos de los barrios más animados, Eminönü y Karaköy, siempre está transitado, lleno de pescadores esperando su suerte y ofrece esa imagen infantil de cuento de ciudad portuaria que da el mayor encanto del mundo a la ciudad de Estambul. Esperar a que el sol cayese, sola y apoyada en el puente, viendo el trajín de barcos y las caras de quiénes en ellos contemplaban la ciudad a diferentes orillas del Bósforo, fue uno de los momentos más especiales, que incluso repetí varios días intentando retener esa imagen en mí todo el tiempo que fuera posible. ¿Acaso esa imagen me recordaba el eterno rechazo a crecer? Se estableció, o al menos yo quise creerlo así, una conexión entre viajar, estar allí y la infancia que se resiste a desaparecer.

El momento ‘Ramadán’

El Ramadán es el mes del año más importante para los musulmanes. Antes de visitar Turquía, sabía que era un tiempo en el que desde el alba hasta que se pone el sol no pueden comer, beber, fumar o mantener relaciones sexuales. Tuve la suerte de ir allí en esta época y ser consciente de que para ellos es una forma de purificación y limpieza; el mes en el que mediante la autodisciplina se convierten en mejores personas. De ahí que tras el esfuerzo diario y mensual, lo celebren por todo lo alto. Durante los días de ayuno, en los alrededores de la zona de Sultanahmet, la gente salía a cenar a las zonas ajardinadas, todos juntos, en familia y a la noche, había actuaciones musicales y de baile. Es otra de las cosas que más me gustó de Estambul: cómo la gente hace que la ciudad sea suya, disfrutándola al máximo, como debe ser.

Justo en el final del Ramadán, estaba fuera de Estambul, pero el dueño de un bar con el que hablé me comentó que se producen tres días de vacaciones, que muchos aprovechan para utilizar para sus vacaciones. En el hotel donde me alojé en Selçuk, al llegar, me pusieron colonia en las muñecas y me ofrecieron dulces, aunque allí, como me comentó también el dueño del hotel, el final del Ramadán se celebraba más en la intimidad.

El momento de beber té como si fuera cerveza

Quién me conoce, sabe que soy una buena bebedora de cerveza, que además asocia esta bebida a los momentos de relax y disfrute. Por eso, ya de antemano, me imaginaba que sería difícil para mí comer en alguno de los lugares de la ciudad y tener que hacerlo con agua, que me parece la mar de aburrida. Los primeros días me aguanté y en cuanto pude tomar una cerveza, lo hice a cualquier hora, casi desesperada (esto es un poco de broma). Además, es bastante cara costando entre tres y cinco euros, dependiendo del sitio. Pero poco a poco, fui haciéndome a otra forma de vida, integrándome en el modo turco y aparcando la necesidad de una birra y comenzando a disfrutar de otra bebida: el çai (té turco). Supongo que al final todo es cuestión de costumbres 

El momento vistas: Bar/restaurante Sultán

Divisar los lugares que visito desde las alturas es otra parada que suele ser obligatoria en mis viajes, pero tras subir al Café Pierre Loti y ver la ciudad desde el puente de Gálata, no reparé en cómo sería ver la ciudad, por ejemplo, desde una terraza. Sin embargo, los dos últimos días en Estambul los reservé para hacer alguna visita pendiente y dejarme llevar; así que de esa relativa ociosidad nació la idea de comer en un bar/restaurante en la zona de Sultanahmet, donde para mí sorpresa obtuve una perspectiva de Hagia Sophia sencillamente espectacular. Era algo así como que la miraba y no me podía creer que no hubiera pensado en hacer algo así anteriormente.

Además, el lugar no es caro y por poco más de diez euros, puedes comerte un kebap con el extra de disfrutar de ese panorama. Se trataba del bar/restaurante Sultán y como suele ser común en Estambul, el servicio era muy agradable y en un momento dado, pasó por allí el dueño, al que debí hacerle gracia porque se sentó a charlar durante largo rato. Les prometí, como no, que volvería y así lo hice para cenar y observar aquellas delicias también con la noche cerrada. Sezer, su dueño, me recibió como si fuera alguien importante, me invitó a un poco más de té y me contó un poco de su vida y más allá. En definitiva, hospitalidad por los cuatro costados. En la parte superior, tienen también una terraza solo para el consumo de bebidas. Pero ya era demasiado, así que dejé el lugar, no sin pena, ya que así despedí mi viaje.

Momento de mezclarse con los lugareños: Fumar narguile en Corlulu Ali Paşa Medresesi

En los últimos días en que estuve en Estambul, pude disfrutar, como dije, de tiempo para hacer exactamente lo que me apeteciese. Así que en lugar de pensar en sitios turísticos, me dediqué a buscar algún plan relajado. Después de disfrutar de un baño en el Hamam de Cemberlitas –un poco caro para mí gusto; 32 euros por un baño con espuma de unos quince minutos- y realizar mis últimas compras, me dispuse a buscar un lugar para fumar narguile. Descubrí una recomendación en Internet y allí me encaminé, al Corlulu Ali Paşa Medresesi. El sitio está un poco escondido, pero con las indicaciones de la Red, llegué sin problema. Se trata de un callejón con varios locales para fumar, decorados hasta el milímetro, llena de lámparas preciosas y con una ambientación recargada pero que se ve auténtica.

Pero lo mejor sin duda es sentirte un poco extraño, pues turistas, aunque hay, son pocos y ver cómo la gente local encuentra un rato para fumar, relajarse o estar con sus amigos. Además yo me sentí doblemente extraña, por ser turista, chica y viajar sola, siendo la única de mi clase. Aún así el ambiente me envolvió y me acogió, ofreciéndome un momento también muy especial. Uno de tantos en esta increíble ciudad.