Diez negritos

Publicado el 12 diciembre 2011 por Josep2010

Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron Ocho.
Ocho negritos viajaron por el Devon.
Uno de ellos se escapó y quedaron Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha.
Uno se cortó en dos y quedaron Seis.
Seis negritos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron Cinco.
Cinco negritos estudiaron derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar.
Uno de ellos se ahogó y quedaron Tres.
Tres negritos se pasearon por el Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que Uno.
Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!

Cabe suponer que esa antigua poesía que ha sufrido varios vaivenes a lo largo de su existencia sirvió en su momento de inspiración a la popularísima Agatha Christie para escribir la que a la postre ha sido una de sus más famosas novelas: publicada en 1939 ha conocido muchísimas ediciones y se ha visto trasladada al teatro y también, como no, al cine:conocida en castellano como Diez Negritos como traducción del original Ten Litle Indians que también se tituló en inglés como Ten Little Niggers y que luego, en un descabellado principio -estamos a mitad del siglo pasado- de las esperpénticas teorías de lo políticamente correcto acabó por denominarse And Then Were None y con ése mismo título se conoció la primera versión cinematográfica dirigida por René Clair en 1945, sirviéndose de un guión ejecutado por Dudley Nichols que seguramente siguiendo instrucciones del propio René Clair ejerciendo como productor alteró el final novelístico por otro más acomodaticio y feliz.
Sin embargo, se mantienen en esta primera versión los principales rasgos de la novela de Christie: diez personas convivirán en una isla cercana a las costas de Devon: un islote llamado Negro, donde esos diez personajes, uno tras otro, aparecerán muertos, seguramente asesinados, sin que haya trazas de nadie más en el solitario peñasco rodeado de un mar embravecido a la espera que amaine y la barcaza que debe llevar suministros pueda comparecer acercando la única vía posible de huída del cómodo caserón que alberga una población a cada momento más exigua.

Si la temática suena conocida es porque de la misma se han ofrecido mo pocas variantes en diversas ocasiones: en tres como inspiradas directamente en la novela, siendo ésta, la primera, la mejor de las tres en opinión de quien suscribe.
René Clair ya era un veterano en la industria cinematográfica estadounidense cuando afrontó para su propia productora la traslación de esa novela británica a la pantalla y tuvo el acierto de llamar a rebato un escogido grupo de firmes característicos de la época, actores secundarios que sin mayor esfuerzo representan perfectamente los diferentes caracteres unidos por un siniestro designio en un lugar aislado. Ese elenco, que podemos ver aquí aprovecha como acostumbraba sus escenas componiendo personajes ambivalentes no en vano muestran su temor de verse asesinados como apuntan posibilidades de ser quien paulatinamente va acabando con la vida de sus compañeros de estancia en ése lugar que, sin disponer de origen de condiciones claustrofóbicas, por los hechos que van aconteciendo se transforma de plácido lugar de quietud y sosiego en corredor de una muerte anunciada, callejón sin salida cuya tensión se incrementa conforme el número de sospechosos se va reduciendo a causa de la eliminación por fallecimiento nada natural de los compañeros huéspedes forzados, vigilados todos ellos por los atentos ojos de un ... ¡gato! que tiene todas las trazas de llegar a ser el único sobreviviente.
El anuncio de los crímenes que se imputan a los supuestos felices veraneantes mediante una voz desconocida, la existencia premonitoria de esa bandeja con los diez negritos conmemorativa de la canción, el seguimiento de las distintas formas de morir especificadas en los versos y la súbita e inexplicable desaparición de las figuritas conforme se van produciendo los asesinatos, son detalles que tan sólo un rigor excesivo constataría como trucos, porque pertenecen al ambiente recreado por la propia autora de la novela y Clair sabe realzarlos convenientemente para que no podamos olvidarlos: hay una evidente predeterminación, un cumplimiento de la maligna voluntad de alguien cuya identidad se mantiene oculta hasta el último momento, una persona que ha ideado una pérfida red de embustes para atraer a esa Isla del Negro a diez personas a fin que en ella hallen su muerte.
René Clair sabe mantener el tono y el ritmo apropiado a la narración que ofrece de forma pausada y tranquila huyendo de efectismos confiando en la buena labor de los intérpretes llamados a filas; quizás le falte energía para conseguir aprisionar completamente el ánimo del espectador que sin embargo en virtud de la trama ideada por Christie y del guión y diálogos de Nichols permanecerá atento al curso de los acontecimientos que se desarrollan con la rapidez y economía conceptual de la época: poco más de hora y media para contar la historia sin sustos ni sobresaltos, manteniendo el enigma sin que la tensión y el suspense hagan su aparición lo que deja un regusto de haber repasado un clásico que podría haber sido mejor en otras manos o quizás en las mismas pero durante más semanas de trabajo y más medios económicos a su alcance.
Recomendaría que primero se repasaran tranquilamente la película y después, con tiempo, se ocuparan de leer la novela.