Dilema ético convencional
El pasado 21 de junio publiqué un post titulado “Experimento ético”. En realidad se presentaban tres dilemas, que supongo, cada lector resolvió a su antojo con mayor o menor racionalidad y, o, sentimiento. Hoy, para relajar tensiones respecto del último post, quizá un poco ambiguo, voy a plantear otro dilema ético, mucho más promiscuo y refinado que los del post referido al principio. Pero en esta ocasión me han llamado dos amigos a quienes les plateé el dilema, y cada uno de ellos, muy seguros de su respuesta, me ha dado su opinión y argumentado en base a que principios opinan de tal manera. Yo os los cuento por si pueden serviros de ayuda.El primero, que se llama Aristóteles —qué nombre más raro—, me ha dicho que hay que hacer el bien; que haciendo el bien es la única manera de alcanzar la felicidad, propia y de los demás; y, además, este bien hay que hacerlo al mayor número de semejantes posible, cuantos más mejor. Y afirma, sin rubor alguno, que resulta muy fácil hacer el bien pues es algo a lo que todas las cosas tienden ¿?.Al cabo de un rato, he recibido un correo de un tal Sr. Kant, por supuesto que, al ser más joven que Aristóteles, se desenvuelve mejor con las nuevas tecnologías. En el correo me indica cosas tan diferentes a las del anterior amigo, como que no podemos eludir la responsabilidad de nuestros actos; que nuestros actos están condicionados por ciertos imperativos, que él llama hipotéticos, y que nos deberían servir como modelo para conseguir nuestros fines y, en consecuencia la felicidad. Pero que hay otros, a los que llama categóricos, que son mandatos incondicionados, que deben cumplirse obligatoriamente y que nada tienen que ver con la felicidad, sino con nuestro correcto y ético proceder.Después de exponer la trama del experimento os contaré su opinión al respecto.Resulta curioso que sobre este dilema, al ser tan simple y recurrente, no haya encontrado referencia alguna en páginas de la Red, ni en texto filosófico alguno —si bien, mi alcance editorial es limitado—. Con ello no quiero decir que no existan referencias, e incluso análisis sobre el tema; simplemente os digo que no los he encontrado: quizás no haya buscado lo suficiente. Deciros, de antemano, que todos los amigos y amigas con los que lo he compartido, Aristóteles y el Sr. Kant incluidos, lo ven muy claro, y su opinión es tajante, pero, así como la respuesta es dicotómica, las argumentaciones son muchas y variadas, y entre ellas, algunas tremendamente agudas y no faltas de lógica.Sin más preámbulos —momento perfecto para decidir continuar o seguir con la lectura, tanto da—, paso a detallar la trama, por otra parte muy conocida por todos, y seguramente tratada en discusiones amistosas en un sinfín de ocasiones —quizás estoy justificando demasiado la aparente superficialidad de mi propuesta—. Ahí va.Estamos paseando por un núcleo urbano, y por motivos que carecen de trascendencia para el caso, entramos en un bar. Hay bastante gente, por lo que es fácil que un conocido o conocida pase desapercibido, pero este no es el caso. En una mesa, notoriamente más retirada de la exposición pública que el resto, vemos una pareja. Los dedos de él se entrelazan con los de ella —los de las manos—. Sus narices se rozan lateralmente, es decir, la narina derecha de ella roza la narina derecha de él, y viceversa. Esta seductora posición favorece que las comisuras de ambos labios se rocen de forma intermitente debido al movimiento que les supone hablar, aunque sea en susurros. No puedo evitar reconocer que a alguno de estos roces comisurales sería más propio llamarle beso. En fin, alrededor de esa mesa se puede cortarla concupiscencia con una sierra para secuoyas. ¿Pero qué tiene todo esto que ver con el dilema, si es una situación de lo más habitual entre personas que se aman y se desean? Pues muy fácil. Él o ella es la pareja o cónyuge de nuestro mejor amigo o amiga, o hermano o hermana que, por descontado, no se encuentra en la mesa compartiendo néctares fisiológicos. Miramos nuevamente a la pareja por si el cerebro nos hubiera jugado una mala pasada. Esta vez con mayor disimulo, mientras buscamos una sigilosa escapatoria en medio de cierta oclusión mental. Salimos. Huimos. Tardamos unos minutos en situarnos nuevamente en el presente y recorrer secuencia a secuencia la turbadora experiencia, no por lo que ha sido en sí misma, sino por lo que va a suponer para nosotros a partir de ese instante.El primer impulso es coger el móvil y pasar el parte al amigo o la amiga sobre la deslealtad observada en su cónyuge. Aceptemos “deslealtad” para calificar la situación presenciada. Quizás “infidelidad” resulte todavía excesivamente severa, y “escarceo” le escatime la trascendencia que puede tener en el futuro de la vida de nuestros amigos. Después de sopesar el teléfono inconscientemente durante unos minutos, y sin marcar número alguno, lo devolvemos al bolsillo o al bolso, pues cierta duda nos embarga. Siempre estamos a tiempo de llamar a nuestro amigo o amiga y amargarle la vida. La prudencia es quizá la virtud más importante —en eso coinciden mis dos eminentes lectores—, y la precipitación, un vicio.Si tenéis a mano un café, té o un refresco, igualad el sorbo a la profundidad de vuestras meditaciones, y argumentad, solos o con quienes os rodean, cuál sería la decisión más aseada que podríamos tomar al respecto: a) contárselo al sujeto supuestamente ofendido: vuestro amigo o amiga, o b) no decirle absolutamente nada. Lo dicho, una dicotomía. Pero con muchos argumentos que aportar llenos de premisas cuya veracidad debemos perseguir. Descartad las afirmaciones o negaciones desiderativas —deseadas o interesadas— o las simples falacias. Cuando hayáis llegado a una conclusión, cosa que os llevará escasos segundos, imaginad que a quien habéis visto camelado o camelada no es vuestro mejor amigo o amiga, sino a su pareja. ¿Qué haríais entonces? ¿Coincide vuestra decisión con la anterior?
Como ya os he adelantado, voy a hacer pública la opinión de mis dos eximios lectores y amigos. Aristóteles —siempre nos tuteamos— opina que no hay que decir absolutamente nada a nadie. Uno es feliz porque tiene una aventura, su pareja es feliz porque no sabe nada, ¿para qué estropear la dicha si, de todas maneras, puede que más pronto que tarde todo termine?, y si no termina, ya se enterará a su debido tiempo, pero mientras tanto no habrá sufrido. A la par, nuestra hipotética responsabilidad moral se desvanecerá totalmente si pensamos que ha sido un sueño, que nunca ha pasado, que nunca lo hemos visto.El Sr. Kant —los prusianos son muy suyos y no te dan excesivas confianzas, de ahí que siempre nos pongamos el Sr. por delante, a pesar del tiempo que hace que nos conocemos— opina que debemos decirlo inmediatamente al ofendido. Argumenta que hemos sido testigos de una ofensa hacia un tercero o tercera, independientemente de que fuera amigo, amiga o ninguna de las dos cosas. Que nuestro deber es que prevalezca la verdad, que no debemos esconderla ni siquiera para obtener un bien mayor. Debemos ser consecuentes con toda ley hasta sus últimas consecuencias: sin excepciones. Es un imperativo categórico: la ley moral prohíbe al o la infiel que lo sea puesto que eso es inmoral, y es nuestro deber obrar en consecuencia.
Una cosa es ser prudente y otra muy distinta ser indeciso. Esto último suele esconder una cierta dosis de cobardía. —De momento no diría nada…, observaría…, y a lo mejor… O —hablaría con el felón o la felona…, le diría que…, vería a ver si… No. Estas no serían respuestas aceptables, pues tienen la intención de escurrir el bulto y no tomar una decisión. A eso, Sartre, lo llamaría “mala fe”. Damos el chivatazo, o nos callamos para siempre. Estas son las opciones, vuestra es la elección.
Os deseo que sigáis disfrutando de tan veraniego otoño. Como si del último se tratara.
Colau
P. S. ¿Os dais cuenta del poder que pueden llegar a tener nuestras acciones respecto de los demás? ¿Cómo podemos cambiar la vida de varias personas por la simple aplicación de unos principios individuales? ¿Podemos estar nosotros tranquilos respecto de la influencia de las acciones de los demás sobre nuestra vida? ¿Tenemos los derechos de no ver, no oír o no decir? ¿O quizás debería decir: obligación?Mucho me han insistido en la norma académica de que nunca debe acabarse un escrito con preguntas retóricas que uno no tiene la intención de contestar.