Prolijos empeños con tibia o indiferente consideración crítica y sendos batacazos en taquilla. Es particularmente lastimosa la suerte corrida por la última de las tres - que quizá de ser la última de su vida, se hubiese mirado de otra forma -, "The Fall of The Roman Empire", verdadera despedida del mundo del cine y del mundo que había conocido y desde luego uno de sus películas más bellas y pródigas en hallazgos visuales y poéticos.
Cuando en el último plano, se eleva la grúa en medio del caos y el jolgorio previo al saqueo y la desintegración de lo que una vez había sido un Imperio aglutinador de culturas, también Mann da por finiquitadas las promesas que en su país se habían hecho desde la guerra: ya no más Estados Unidos bandera de pueblos, en permanente cohabitación y auxilio de sus habitantes venidos de todas partes y de sus amigos exteriores, de los que interesaba tanto su cultura y su idiosincrasia como sus recursos naturales y su disposición a "ceder" en cualquier negocio.
Presidido por ese sentimiento, se aplica Mann sobre todo en el primer cuarto de film, hasta la muerte de Marco Aurelio (Alec Guinnes), el ultimo rescoldo de las maneras llamadas viejas por quienes se abren paso como mercachifles del porvenir.
Es seguramente uno de los mejores y más hondos trozos de celuloide que jamás rodó.
Ir, en un alarde de dominio escénico, de la gran planificación para que se vea lo costoso del decorado y el despliegue de medios a las escenas interiores con escenas más o menos significativas donde se muestre el lado humano del artefacto, le interesa personalmente poco o nada. En Mann la intimidad es el espectáculo.
En toda clase de escenas.
Ya sean pequeñas y breves como las que contienen dos encuentros con el paisaje inmenso al fondo de bosques nevados y con la soledad y el futuro, muerto al nacer, como temas, sin el menor aire solemne, una con el César y su fiel Timónides (James Mason) y otra con Lucilla (Sophia Loren) y Cayo Livio (Stephen Boyd), que dicen más de la grandeza a punto de ser abrasada por el fuego de la ambición de lo que podrían hacerlo mil batallas.
Pero igualmente son ejemplares del control y sutil orientación de cualquier momento a una visión única, otras escenas, mucho más largas y anchas.
Por ejemplo la del desfile de Cónsules y representantes de territorios colonizados, aprovechada por Mann para hacer una divertida nota a pie de página, algo fordiana, sobre el escaso conocimiento que el mismo César tenía de su propio Imperio.
Cuando casi desemboca en la parodia, Guinnes pronuncia un discurso improvisado, tan inteligente y sensible que le devuelve al instante el aura divina momentáneamente perdida. Es un momento de cine esplendoroso.
O también está la encarnizada carrera de cuádrigas entre Livio y Cómodo (Christopher Plummer) que diría rodada (al menos en bruto) por Yakima Canutt y que no trata de remedar la famosa de "Ben Hur" sino que sirve claramente - por temeraria, extemporánea, extrañamente sobrehumana, nada climática ni rebajadora de tensión, pura violencia: como siempre en Mann estallando sin acumulación visible de circunstancias, derivada del diseño del pasado y el carácter de los personajes - para presentar una de las muchas constantes disyuntivas y callejones sin salida que el film plantea y propone como imposibles escapatorias de una situación de derrumbamiento. Aquí, ni siquiera si hubiese muerto uno de los dos habría podido esquivarse el destino que se cernía sobre sus cabezas. Como se verá más adelante, los alrededores del poder "omnímodo" - en el fondo, el más manipulado por adláteres de cualquier tiempo y lugar -, los senadores y generales, más ávidos aún que el propio César en esgrimir el poder, empujarán a cualquiera que ostente el trono a no tener piedad de bárbaros, sirios, armenios o quienes osen poner en solfa su dominio de siglos.
Hasta entonces (y habría que remontarse tres años antes a "El Cid", con la que enlaza) había pertenecido sólo a Mann y desde ese plano cenital que baja para que veamos el Foro, es un error entender el film como una puja - de la que seguro Bronston se proclamaría convenientemente perdedor visto el resultado final en caja - porque a Mann ya le importa sólo entresacar, de entre el sinsentido en que deviene todo, los gestos inútiles de Timónides, Lucilla, Livio o sus fieles amigos.
Esa lucha hay que buscarla en el Nicholas Ray de "King of Kings" y "55 days at Peking".