Dilemas

Publicado el 30 enero 2012 por Jesuscortes
Todas las películas de la última década de trabajo en la vida de Anthony Mann, desde "Cimarron" en 1960 hasta su despedida in situ con "A dandy in aspic" ocho años después, fueron un fracaso. Que Mann no ha conquistado un lugar entre los verdaderamente grandes se ratifica fácilmente atendiendo a cómo se han tratado las películas consideradas fallidas o no comparables a las obras maestras de su carrera y en especial estas últimas cinco, sin apenas defensores pese a sus múltiples cualidades. Si a eso se le suma la categoría menor otorgada a todo lo que había rodado hasta "Winchester 73" - ahí se encuentran para mi gusto algunas de sus más atractivas películas como "Strange impersonation" o "He walked by night", que para ser "de aprendizaje", enseñaban mucho y debieran ser un modelo para todo el que empieza -, su legado queda reducido a lo producido en un lapso de diez años: un puñado de westerns legendarios y varias obras complementarias que a saber a cuántos gustarían verdaderamente si no fuesen eso, un aditamento que se considera desde una alta perspectiva. Teniendo en cuenta que Mann cuando rueda "Cimarron" tenía la misma edad que algunos cineastas afines como John Ford cuando dirige "Fort Apache" y poco más que el Hawks que filma "Red River", estamos hablando probablemente de un momento en que llegaba la madurez a su cine.
Las tres consecutivas, las más largas de su carrera, con que inaugura esa década, la citada "Cimarron", "El Cid" y "The Fall of the Roman Empire" son las que se llevan la peor parte. No porque se estimen menos que "The Heroes of Telemark" o "A dandy in aspic" - dos films tan buenos como sumamente exentos de apegos -, sino porque fueron los últimos grandes esfuerzos de Mann, para el que ya nada sería igual a partir del asesinato de su admirado JFK, en que tantas esperanzas había depositado.
Prolijos empeños con tibia o indiferente consideración crítica y sendos batacazos en taquilla.  Es particularmente lastimosa la suerte corrida por la última de las tres - que quizá de ser la última de su vida, se hubiese mirado de otra forma -, "The Fall of The Roman Empire", verdadera despedida del mundo del cine y del mundo que había conocido y desde luego uno de sus películas más bellas y pródigas en hallazgos visuales y poéticos.
Cuando en el último plano, se eleva la grúa en medio del caos y el jolgorio previo al saqueo y la desintegración de lo que una vez había sido un Imperio aglutinador de culturas, también Mann da por finiquitadas las promesas que en su país se habían hecho desde la guerra: ya no más Estados Unidos bandera de pueblos, en permanente cohabitación y auxilio de sus habitantes venidos de todas partes y de sus amigos exteriores, de los que interesaba tanto su cultura y su idiosincrasia como sus recursos naturales y su disposición a "ceder" en cualquier negocio.
Presidido por ese sentimiento, se aplica Mann sobre todo en el primer cuarto de film, hasta la muerte de Marco Aurelio (Alec Guinnes), el ultimo rescoldo de las maneras llamadas viejas por quienes se abren paso como mercachifles del porvenir.
Es seguramente uno de los mejores y más hondos trozos de celuloide que jamás rodó.
Mann no combina intimidad y espectáculo.
Ir, en un alarde de dominio escénico, de la gran planificación para que se vea lo costoso del decorado y el despliegue de medios a las escenas interiores con escenas más o menos significativas donde se muestre el lado humano del artefacto, le interesa personalmente poco o nada. En Mann la intimidad es el espectáculo.
En toda clase de escenas.
Ya sean pequeñas y breves como las que contienen dos encuentros con el paisaje inmenso al fondo de bosques nevados y con la soledad y el futuro, muerto al nacer, como temas, sin el menor aire solemne, una con el César y su fiel Timónides (James Mason) y otra con Lucilla (Sophia Loren) y Cayo Livio (Stephen Boyd), que dicen más de la grandeza a punto de ser abrasada por el fuego de la ambición de lo que podrían hacerlo mil batallas.
Pero igualmente son ejemplares del control y sutil orientación de cualquier momento a una visión única, otras escenas, mucho más largas y anchas.
Por ejemplo la del desfile de Cónsules y representantes de territorios colonizados, aprovechada por Mann para hacer una divertida nota a pie de página, algo fordiana, sobre el escaso conocimiento que el mismo César tenía de su propio Imperio.
Cuando casi desemboca en la parodia, Guinnes pronuncia un discurso improvisado, tan inteligente y sensible que le devuelve al instante el aura divina momentáneamente perdida. Es un momento de cine esplendoroso. 
O también está la encarnizada carrera de cuádrigas entre Livio y Cómodo (Christopher Plummer) que diría rodada (al menos en bruto) por Yakima Canutt y que no trata de remedar la famosa de "Ben Hur" sino que sirve claramente - por temeraria, extemporánea, extrañamente sobrehumana, nada climática ni rebajadora de tensión, pura violencia: como siempre en Mann estallando sin acumulación visible de circunstancias, derivada del diseño del pasado y el carácter de los personajes - para presentar una de las muchas constantes disyuntivas y callejones sin salida que el film plantea y propone como imposibles escapatorias de una situación de derrumbamiento. Aquí, ni siquiera si hubiese muerto uno de los dos habría podido esquivarse el destino que se cernía sobre sus cabezas. Como se verá más adelante, los alrededores del poder "omnímodo" - en el fondo, el más manipulado por adláteres de cualquier tiempo y lugar -, los senadores y generales, más ávidos aún que el propio César en esgrimir el poder, empujarán a cualquiera que ostente el trono a no tener piedad de bárbaros, sirios, armenios o quienes osen poner en solfa su dominio de siglos. 
Todo este inicio, donde más brillan los diálogos de Philip Yordan y que se asimila tanto a Welles (anticipando no sólo "Campanadas a medianoche", sino también "The immortal story") como al gran Preminger, que por entonces estaba en la cúspide de su poder como cineasta - y también a punto de abandonar para siempre la clave que engrandeció como pocos -, no tiene continuidad ni siquiera dentro del mismo film, que desde que aparecen los despejados cielos de Roma, consigue en gran medida, aunque más precariamente, no ceder a la búsqueda de la grandilocuencia del productor Samuel Bronston.
Hasta entonces (y habría que remontarse tres años antes a "El Cid", con la que enlaza) había pertenecido sólo a Mann y desde ese plano cenital que baja para que veamos el Foro, es un error entender el film como una puja - de la que seguro Bronston se proclamaría convenientemente perdedor visto el resultado final en caja - porque a Mann ya le importa sólo entresacar, de entre el sinsentido en que deviene todo, los gestos inútiles de Timónides, Lucilla, Livio o sus fieles amigos.
Esa lucha hay que buscarla en el Nicholas Ray de "King of Kings" y "55 days at Peking".