Conocer al cliente no es un ejercicio teórico basado en hipótesis más o menos factibles. Tampoco lo es valorarlo en base a las cifras del sell out facilitado por cada punto de venta de los productos que consume. De ser así lo más probable es que el resultado de la innovación no vaya más allá de una mejora más o menos continua de prestaciones básicas, que son precisamente las esperadas por el cliente como algo de serie y que sin estar presente en el producto o servicio produciría un impacto de insatisfacción. Teóricos como N. Kano argumentan que son los factores de entusiasmo, es decir aquellas características del producto que generan sorpresa o emoción o sensación de empatía en el cliente, los que harán que un individuo perciba el producto o servicio como diferente al resto de oferta de la competencia. Es por tanto razonable establecer que la innovación es una de las mejores herramientas para estimular la ideación de nuevas características en un producto, generando en el cliente la percepción de entusiasmo y haciéndolo con ello un producto o servicio mejor y más competitivo. Uno de los aspectos más notables en los que actualmente se incide, dentro de las nuevas metodologías de innovación basadas en el “market pull”, tiene que ver con la necesidad de aproximar el diseño de los productos al cliente final de los mismos. En una suerte de mapas de empatía o viajes de consumidor se trabaja para tener más presente los deseos/necesidades/miedos/proyecciones del usuario. Pero este aspecto anticipatorio, del tipo de métodos de innovación que pretenden articular fórmulas de creatividad incluyendo la visión del cliente, en el mejor de los casos es realizado por las empresas de una manera muy sesgada y poco sistematizada, sin recalar más allá de los resultados de rotación del producto, que es el parámetro que hace decidir, como es lógico por otra parte, si finalmente continúa o no en el mercado. Así pues como objetivo estratégico, conocer al cliente debe ir más allá de quién y cuánto compra, conocer al cliente debería entenderse como una relación en la que es conveniente conocer detalles contextuales: dónde se encuentra ese cliente, cuál fue su primera experiencia con el producto, si comparte el conocimiento del producto con otros individuos, quiénes son las personas de su entorno que pueden influenciar sus acciones, a quién acude o considera recomendadores, qué grado de capacidad de tomar decisiones de compra tiene, etc. Pero también aspectos emocionales: qué espera del producto, qué echa de menos, cómo piensa y lo siente… No obstante, conocer al cliente no tiene valor por sí mismo si en ese esfuerzo, concebido por las empresas como excesivamente costoso al contratar estudios más o menos puntuales, no es empleado como punto de partida de un ejercicio de innovación bien enfocado. Quizás al pensar que el estudio más o menos profuso del cliente es un fin en sí mismo, en lugar de un medio para formular una innovación que ayude a mejorar la competitividad de los productos o servicios en el mercado, es donde reside la ineficiencia de dicho esfuerzo. La innovación requiere de un proceso iterativo en el que hablar de tú a tú con quien va a ser el usuario final del mismo. Pues en ese diálogo imposible entre millones de potenciales clientes, los nuevos métodos han sido concebidos para que sea viable y sobre todo sostenible hacerlo optimizando al máximo los esfuerzos y aunando esa información clave con fórmulas que dan lugar a la creatividad.