Más allá de este ejemplo rayano en lo absurdo, la prohibición de jugar a la pelota en el espacio público se ha convertido en un fenómeno muy extendido en España. Tal es así, que incluso el actual Gobierno se planteó en los primeros borradores de la controvertida Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana (más conocida como Ley Mordaza) penalizar la práctica del deporte en la vía pública. Una tentativa que, en gran medida, responde a ese imaginario colectivo sobre las molestias que causan los niños y niñas cuando se divierten en las plazas: así lo ratifican los cientos de letreros como el de la citada plaza donostiarra que inundan nuestras ciudades. Nos quejamos de que las niñas y niños jueguen en la calle. Y también lamentamos amargamente que hoy en día se encierren en sus casas a jugar a los videojuegos… Si se limita la utilización del espacio público y no se hace atractivo para los sectores más jóvenes de la población, ¿cómo pretendemos que éstos apaguen sus pantallas y salgan a la calle a jugar?
Ordenanzas para la ocupación de la vía pública
La regularización y limitación legal del uso de nuestras plazas a través de ordenanzas o normativas municipales es, sin duda, una de las principales dimensiones de la privatización de espacio público, entendida ésta desde una acepción más amplia de la que se suele utilizar normalmente. Es decir, como el proceso mediante el cual se establecen las condiciones que restringen el acceso libre a un bien común.
Paradójicamente, mientras proliferan las ordenanzas de civismo; los carteles dirigidos a que, como cantaba Serrat, el niño deje de «joder con la pelota»; o, peor aún, leyes que restringen el acceso o utilización libre del espacio público como la Ley Mordaza; también lo hacen las condiciones que favorecen la ocupación lucrativa del mismo -«utilización privativa y aprovechamiento especial» lo denominan algunos ayuntamientos-, ya sea en forma de eventos, instalaciones publicitarias o terrazas. De esta manera, se ha ido configurando un entorno urbano de lo más desalentador: calles y plazas repletas de sillas, mesas y anuncios en diferentes formatos hacen del paseo, la conversación, el encuentro, el goce lúdico o la mera contemplación de la ciudad una quimera o, cuanto menos, una práctica de alto riesgo. No en vano, en los últimos años, la concesión de licencias para la ocupación de la vía pública se ha convertido en un negocio al alza para los ayuntamientos.
Aquejados por las crisis, muchos consistorios han visto como el incremento de terrazas y soportes publicitarios podían ser una buena fuente de ingresos con la que restaurar sus maltrechas arcas. Más pendientes de pagar las deudas que de tratar de garantizar el bienestar de sus habitantes -y aquí el disfrute del espacio público como elemento de encuentro y relación es, según recientes estudios, un factor clave-, muchos ayuntamientos han optado por aumentar exponencialmente las autorizaciones que permiten al sector hostelero ampliar su radio de acción al dominio público (no vaya a ser que nos dé por cambiar nuestro modelo productivo basado en sangría y ladrillo, por uno que implique mayores cotas de innovación y desarrollo tecnológico y menor precariedad).
Como caso paradigmático de esta tendencia podríamos destacar al Ayuntamiento de Madrid. El municipio más endeudado del Estado español, es también el que mayor número de licencias para la ocupación del dominio público a actividades privadas ha otorgado en el pasado lustro. Sin ir más lejos, entre 2009 y 2012 el número de terrazas aumentó en un 250%, pasando de 1.495 autorizaciones hasta las 3.740 licencias de hace tres años. Esta tendencia alcista se vio reforzada, cuando un año más tarde (julio de 2013) el gobierno municipal, presidido por Ana Botella, aprobó la Ordenanza de Terrazas y Quioscos de Hostelería y Restauración, que facilitaba aún más los trámites para acceder a un permiso. Con esta estrategia, los anteriores equipos de gobierno trataban de poner coto al embargo que ellos mismos habían creado, principalmente gracias a las obras faraónicas que ellos mismos impulsaron –recordemos que el soterramiento de la M-30 promovido por el exalcalde Alberto Ruiz-Gallardón, cuyo coste total, incluyendo intereses, asciende a más de 10.000 millones de euros, es la razón fundamental del incremento desorbitado de la deuda pública de la capital-.
Dado que esta proliferación de las terrazas en nuestras ciudades se ha convertido una suerte de trending topic en los últimos meses, presentándose como la principal causa de la privatización del espacio público, conviene advertir que no son el único factor del sistemático cercamiento al espacio público del que somos testigos. También es conveniente comenzar a establecer cierto contrapunto a su creciente demonización.
Si bien es cierto que la sobreexplotación del espacio público para el beneficio de empresas establece un modelo urbano consumista y alienante, también lo es que las terrazas constituyen un elemento de primer orden para dotar de dinamismo y vida urbana a las ciudades. El problema deriva no tanto de la presencia de terrazas, sino del exceso de las mismas. En este sentido, debería establecerse un equilibrio entre el ocio consumista y no-consumista ligado al espacio público; ya que éste no debe ser soporte exclusivo de actividades económicas, sino un espacio de relación y sociabilización, de debate y cohesión social, de juego y recogimiento. Cualidades todas ellas que dan verdadero sentido al espacio público como ámbito de nuestra vida cotidiana desde el que construir colectivamente una sociedad más justa, equitativa y comprometida. Cualidades todas ellas que, salvo puntuales excepciones más recientes como las de las acampadas y asambleas del 15M, han sido cercenadas de nuestras calles y plazas.
Pero alcanzar este dramático escenario no ha sido fruto exclusivo de la sobreocupación del dominio público por las terrazas. Como decíamos antes, la privatización del espacio público cuenta con más dimensiones. Publicidad
¿Cuántas veces hemos paseado por las calles de nuestra ciudad sin sentir el acoso constante de anuncios de toda clase? Cada vez estamos expuestos a más y más diversos estímulos publicitarios que desvirtúan nuestra experiencia de la ciudad. Porque, además de las calles y las plazas, otro de los bienes comunes que es reiteradamente apropiado por entidades privadas es el paisaje urbano. Desgraciadamente, como se trata de un bien intangible y el propio concepto es menos aprehensible, este tipo de estrategias resultan más difícilmente denunciables. Y, sin embargo, el bombardeo es cada vez mayor: paseando por algunas ciudades pareciera que cualquier reducto de fachada pudiera ser objeto de ser monetizado independientemente del impacto visual que pueda causar
No obstante, la apropiación de bienes inmateriales de nuestras ciudades con fines comerciales va mucho más allá, alcanzando a los símbolos y al propio lenguaje. Baste citar el flagrante cambio de nombre de la Línea 2 de Metro y la céntrica estación de la Puerta de Sol en Madrid por el de una marca de telefonía móvil. El acuerdo la Comunidad de Madrid -entidad pública de la que depende Metro Madrid-, con Ignacio González al frente, y la empresa multinacional deparó tan solo 3 millones de euros al erario público. En cambio, nadie reparó los costes de arrebatar y vilipendiar uno de los grandes emblemas madrileños.
Llegados a este punto, ¿dónde está el límite? Lamentablemente, la incidencia de la publicidad y las actividades comerciales sobre el espacio público también alcanza a los aspectos materiales del mismo. No en vano, cada vez es más habitual la explotación de las plazas como soporte para eventos patrocinados, instalaciones o mercadillos; despojando así a la ciudadanía de la posibilidad de utilizarlas libre y gratuitamente. Y para más inri, en muchas ocasiones estos aprovechamientos se hacen a cambio de tasas ridículas.
Precisamente, esta derivada del impacto de los elementos publicitarios en las ciudades, guarda una estrecha relación con la tercera y última dimensión de la privatización del espacio público: su diseño.
Diseño
En las décadas anteriores ha habido una eclosión de obras dedicadas a la reforma o construcción de las denominadas plazas «duras»: grandes explanadas de piedra - generalmente granítica- en las que encontrar un banco donde sentarse en compañía o guarecerse bajo la sombra de un árbol resulta toda una hazaña. Seguramente en vuestro barrio, ciudad o pueblo haya una que cumpla estas características.
Las plazas duras constituyen el soporte idóneo para acoger actividades comerciales y eventos publicitarios. Así, la coartada de la modernidad o de menores costes de mantenimiento encubre efectos perversos: son espacios públicos inhóspitos, en los que la gente no puede sentarse a descansar, charlar amigablemente o a comerse un simple bocata. Es decir, plazas antisociales, que dificultan la relación entre personas y que dirigidas exclusivamente al tránsito de peatones y la realización de eventos de empresas privadas. Despojadas de cualquier rasgo que les dé sentido como verdadero espacio público, el diseño de estas plazas constituye la epítome de su privatización.
Aunque desde la arquitectura y el urbanismo se aluda a la neutralidad y a las sublimes cualidades estéticas de este tipo de plazas, lo cierto es que su diseño suele esconder una clara vocación política: a través de él se determina, a veces de manera intencionada, otras por mera especulación formal, el tipo de relación y acceso que las personas vamos a tener a él. De esta manera, que un proyecto incluya o no la perspectiva de las personas que tradicionalmente han sido expulsadas de la esfera pública (mujeres, niños y niñas, personas mayores y con diversidad funcional, etc.) determina su grado de exclusión. Y, por tanto, su nivel de privatización en tanto que se priva de acceso, uso o disfrute a estas personas. También lo hace el hecho de incluir parámetros que fomenten la atracción o repulsión de personas. Dependiendo del enfoque del diseño, una plaza puede fomentar la cohesión y diversidad social y, como diría el filósofo alemán Jürgen Habermas, constituir ese ámbito de nuestra vida cotidiana desde el que construir la opinión pública (frente a la publicada, añadimos). O por lo contrario pueden ser simple eriales por los que uno pueda transitar (rápido, muy rápido) sin tener contacto humano alguno.
Desde la antigua Grecia el espacio público ha sido el principal lugar de encuentro y socialización en las ciudades y pueblos, soporte de multiplicidad de actividades así como de debate político y empoderamiento colectivo. Un bien común desde el que poder fomentar la igualdad, el respeto y la solidaridad como base a una sociedad más justa y democrática.Sin embargo, las diferentes dimensiones descritas ponen en jaque el sentido su propia esencia, haciendo peligrar los propios pilares de la democracia. Por lo tanto, su salvaguarda ante intereses mercantilistas debería constituir una prioridad para los poderes públicos y para la propia ciudadanía (a través de su reivindicación e implicación). De lo contrario, estaremos construyendo unas ciudades, unos estados, un mundo más desiguales y menos libres.
* Este artículo previamente apareció originalmente publicado en el número impreso septiembre 2015 de la revista Tinta Libre con el título «Prohibido jugar a la pelota en la plaza»
Créditos de las imágenes:
Imagen 01: Niños jugando a la pelota en la plaza (fuente: Ayuntamiento de Ermua) Imagen 02: Terraza de hostelería invadiendo el espacio público en Valencia (fuente: El País) Imagen 03: Vodafone Sol (fuente: El Huffington Post) Imagen 04: Plaza de Callao (fuente: Urbanity)