Dinero, balas y sangre. el colonialismo en el siglo xix

Por Desdelaterraza
   Si algún siglo ha sido paradigma de la prepotencia de unos pueblos sobre otros de manera generalizada, ese no ha sido otro que el siglo XIX. El ánimo imperialista de las grandes potencias tuvieron trágicas consecuencias para muchos pueblos, que atrasados en su desarrollo cultural y tecnológico, nada pudieron hacer frente a esos otros humanos que, como fieras, sin sentido integrador  o evangelizador los aplastaron, en ocasiones, hasta su exterminio.
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   Descubierta en el siglo XVII, no fue hasta 1803 cuando Tasmania, una isla del tamaño de Ceilán o Irlanda, fue colonizada por los ingleses: ocho soldados, varios voluntarios, entre las que se encontraban varias mujeres, y veinticuatro convictos llegaron aquel año a la isla. Escaso número de invasores si se consideran que Tasmania se hallaba poblada por unos 7.000 aborígenes. Sin embargo, la brutalidad de aquellos visitantes, que cazaban indiscriminadamente canguros y hombres, pronto puso a la población autóctona en trance de desaparecer. En 1820 la población blanca había aumentado considerablemente y paralelamente disminuido la población aborigen. Era la conocida “Guerra Negra”. En grandes extensiones los canguros fueron exterminados para dedicar los pastos a la cría de ganado ovino y la mano del hombre blanco cambiaba el modo de vivir de una población marginada. Los aborígenes que quedaban comenzaron a robar a colonos solitarios. Era la justificación para masacrarlos. Se les perseguía como animales y se les mataba sin contemplaciones y sin el menor remordimiento. La muerte de un colono multiplicó las persecuciones. Comenzaron las batidas y, aunque se pagaban cinco libras por cada tasmano capturado, apenas uno de cada diez era presentado con vida a las autoridades.
   En 1830 se enviaron a la isla cinco mil soldados. Era la continuación de la Guerra Negra. El propósito del contingente enviado era confinar a la población tasmana, cada vez menor, en un extremo de la isla. Como en una cacería, separados los cazadores unos de otros por 45 metros, una larga fila de soldados avanzaba implacable. Los tasmanos retrocedían o morían. Tras varias semanas, la operación se dio por finalizada. Toda la población aborigen estaba cercada con el mar a sus espaldas. Quedaban tan sólo 300.
   Fue entonces cuando un metodista de nombre Robinson, aún a riesgo de su vida, se acercó a hasta los acorralados tasmanos, protegido por una mujer aborigen de nombre Truganina, y convenció a 200 de aquellos hombres arrinconados para emprender una nueva vida en la pequeña isla de Flinders, lugar protegido y libre de depredadores humanos. Allí fueron convertidos al cristianismo, vistieron ropas, aprendieron a utilizar cubiertos  para comer y a comportarse como “civilizados hombres blancos”, pero seguían muriendo a causa de las enfermedades. Diezmados, los últimos 45 tasmanos abandonaron la isla Flinders y se asentaron en Hobart, la capital, donde sin trabajo, marginados, siempre borrachos, fueron muriendo también.
   En 1859 tan sólo quedaban nueve mujeres, ninguna fértil. El último tasmano varón falleció en 1869. Se llamaba William Ianney y su cráneo y luego su esqueleto fueron robados. Truganina, la aborigen que protegió al metodista Robinson, murió en 1876, su cuerpo fue conservado en el museo de los tasmanos de Hobart, exhibido al principio, hasta que fue retirado y guardado en los sótanos del museo. En 1976 los restos fueron finalmente incinerados.

   Así durante todo el siglo XIX continuaron las cosas para muchos pueblos indígenas, especialmente de Africa, Oceanía, América, y tanto peor siguieron las cosas, cuanto mejores eran las armas, especialmente la fusilería, que empleaban los nuevos dominadores.
   Al terminar el siglo XIX los países europeos ya se habían repartido el mundo no civilizado, aquél que según ellos estaba habitado por pueblos inferiores, sobre todo en África, pero también en otras latitudes, donde sus poblaciones casi infrahumanas apenas contaban para las pocas naciones ─las naciones vivas─, convencidas de su supremacía no sólo militar, industrial, sino moral sobre aquéllas.
   En 1898 dos personajes siniestros destacan por la brutalidad de la que hicieron gala durante su periplo conquistador por el centro de África. El caso no es en exceso conocido, pero merece la pena hablar aquí de él, pues puede considerarse ejemplo del desprecio y la hipocresía de la naciones dominadoras en aquellos tiempos: eran Paul Voulet y Charles Chanoine, dos oficiales franceses de sanguinario historial nombrados para dirigir una campaña en Niger y las regiones próximas al lago Chad, y ponerlas bajo el dominio francés. Su carácter y la imprecisión de las órdenes recibidas parecían dar a aquella especie de horda carta blanca para todo tipo de desmanes si aprovechaban para sus propósitos. No se trataba de un gran ejército, apenas una partida formada por nueve oficiales, setenta soldados senegaleses y personal auxiliar. El grupo estaba bien aprovisionado, por lo que fue necesario contratar 400 porteadores negros, a los que nada se les pagaba y que pronto comenzaron a dar muestras de debilidad. La disentería comenzó a causar estragos entre los porteadores. Asustados y enfermos, sin paga, sin atención médica, los que no morían trataban de huir sin éxito. Las balas detenían a los que trataban de escapar y paralizaban a los que pensaban hacerlo, que eran encadenados con argollas sujetas a sus cuellos. Todo esto lo sabemos por la carta que uno de los oficiales, el teniente Peteau, escribió a su novia contando las brutalidades en las que se vio obligado a participar antes de ser expulsado de la misión por falta de interés y dedicación.
   Para conseguir nuevos porteadores los feroces Voulet y Chanoine imponían el terror para vencer cualquier resistencia. Penetraban en las aldeas, incendiaban las chozas y asesinaban a cuantos se les resistían. De éstos tomaban sus cabezas separadas del cuerpo, las sujetaban en el extremo de unas picas y así conseguían el sometimiento de los que habían dejado con vida.
   Mientras todo esto sucedía la novia de Peteau envío la carta a un diputado. Enterado el gobierno, éste se vio obligado a intervenir. Ordenó al teniente coronel Klobb se dirigiera al encuentro de Voulet y le sustituyera en el mando. La búsqueda no resultó difícil para Klobb. El rastro de muerte y destrucción dejado al paso de la sanguinaria partida de Voulet señalaba el camino sin pérdida: aldeas quemadas, cuerpos de nativos colgando de los árboles, cadáveres por doquier. El 10 de julio de 1899, Klobb alcanza la posición de Voulet. Le envía unos mensajeros que le entregan una nota en la que le insta a entregarle el mando. La respuesta de Voulet es retadora: tiene seiscientos fusileros, número muy superior a los de Klobb, y le advierte que no se acerque a su campamento. Los excesos de Voulet continúan. En el ataque a una aldea cercana mueren dos de sus soldados. La respuesta es inmediata: ciento cincuenta mujeres y niños cuelgan de los árboles como castigo y escarmiento. Convencido Klobb, de superior rango, de que el rebelde y sus oficiales blancos no le dispararían, ordenó a los suyos que no dispararan y se aproximó al campamento de Voulet; pero en el campamento rebelde sólo estaba él. Voulet había enviado a sus oficiales con parte de la tropa fuera del campamento. Escaramuzas ordenadas por Voulet, para mantener alejados a sus oficiales. Cuando Klobb estuvo tan cerca que pudo hacerse oír, insistió en la rendición del rebelde. Voulet ordenó a sus fusileros que hicieran dos disparos de salvas. Klobb continuó avanzando. Fuera de sí, Voulet ordenó disparar de nuevo, ahora con fuego real. El coronel fue alcanzado y rodó por el suelo. Klobb se incorporó, pero un nuevo disparo acabó con su vida. Era el 14 julio de 1899. Ajenos a la tragedia, en la metrópoli los franceses celebraban su fiesta nacional.
   Cuando de regreso los oficiales franceses de Voulet supieron lo sucedido, recibieron la propuesta del rebelde: se dirigirían hacia el lago Chad y fundarían un reino bajo su soberanía. No pareció bien la propuesta a los sargentos senegaleses que se amotinaron. En las refriegas, Chanoine el más próximo oficial a Voulet perdió la vida y al día siguiente el propio Voulet.
   Los oficiales y resto de aquella partida, tratando de lograr méritos con los que eludir su responsabilidad, se encaminaron hacía la ciudad de Zinder, tomándola antes de la llegada de tropas regulares a las que entregaron la plaza. Redimidos, pues, con aquella conquista, las autoridades, olvidaron el asunto. ¿Qué importaba lo sucedido? Y la vida y la muerte continuaron en África.