No sé cuándo me enganché a las historias de suspense. De lo que amamos, de cuanto nos hace más felices, prescindimos en ocasiones del protocolo memorialista de las fechas y de las circunstancias: nos limitamos a reconocer el amor o incluso a proclamarlo sin disimulo. Está muy bien usada la palabra engachado. Lo estoy de un modo arrebatado. Hay ocasiones en que únicamente admito suspense en las tramas en las que me sumerjo. Leo la trasera del libro o me dejo guiar por las reseñas de la prensa, pero acabo adquiriendo novelas en las que muere alguien o yendo al cine en la certeza de que se va a resolver un asesinato. Estoy fascinado con la muerte. No solo me ocurre un entrenimiento mejor que el discernir quién mató a quién y qué le indujo a matarlo. Me da igual que la trama sea de ambiente nórdico, tan de moda, o que el muerto descanse en suelo andaluz. Se me antoja irrelevante la geografía del finado. Solo quiero la ficción que procuran los muertos. No creo que haya sentido jamás pudor en exhibir esta querencia mía. Siempre me gustaron los malos. A mejor malo, mayor enjundia en la trama. Si el malo no está a la altura, se hunde estrepitosamente el montaje. Incluso no importa que el bueno no lo sea absolutamente. Se acepta que el mal triunfe. La vida, en cierto sentido, también muestra en ocasiones debilidad por la maldad. Quien sobrevive es el que se comporta de un modo más despiadado. Pongan, sin no me creen, los documentales de National Geographic. Será que el hombre es, por naturaleza, un ser malvado. El espectáculo está en el registro del mal. El bien no gana adeptos. Nunca se hace épica del bien puro: se construye la leyenda cuando corre la sangre. Todos los bardos antiguos entendieron muy bien esta sutilidad de la quebradiza alma humana. A decir de Noam Chomsky, el activista, el filósofo, el teórico de la lengua, no hay libro más genocida en todo el canon literario que la Biblia. Quizá sea ésa la manera de contar los preceptos, de ir estimulando el asombro del hipotético creyente que la escucha o que entre en el vértigo metafórico de su lectura. Dios está ahí, embutido en un traje de Robert Mitchum, poniendo cara de póker, repartiendo candela urbi et orbi. De verdad que si a la Biblia le quitamos toda la parte tremebunda no queda nada. O quedan cantos florales, episodios levemente legendarios, la trama previsible de una serie B que no pasará de un fin de semana en un cine de barrio. Lo que me pregunto es cómo no he sido un lector voraz de ese libro (habiéndolo sido de un modo razonable, sin empalago) teniendo todo ese potencia dramático y noir que posee. Luego está la metafísica. Me extraña que no la haya explotado James Ellroy o el mejor Dashiell Hammett. O lo han hecho y yo, tan poco sensible a veces, no he encontrado en sus novelas el enganche que me alumbre.
No sé cuándo me enganché a las historias de suspense. De lo que amamos, de cuanto nos hace más felices, prescindimos en ocasiones del protocolo memorialista de las fechas y de las circunstancias: nos limitamos a reconocer el amor o incluso a proclamarlo sin disimulo. Está muy bien usada la palabra engachado. Lo estoy de un modo arrebatado. Hay ocasiones en que únicamente admito suspense en las tramas en las que me sumerjo. Leo la trasera del libro o me dejo guiar por las reseñas de la prensa, pero acabo adquiriendo novelas en las que muere alguien o yendo al cine en la certeza de que se va a resolver un asesinato. Estoy fascinado con la muerte. No solo me ocurre un entrenimiento mejor que el discernir quién mató a quién y qué le indujo a matarlo. Me da igual que la trama sea de ambiente nórdico, tan de moda, o que el muerto descanse en suelo andaluz. Se me antoja irrelevante la geografía del finado. Solo quiero la ficción que procuran los muertos. No creo que haya sentido jamás pudor en exhibir esta querencia mía. Siempre me gustaron los malos. A mejor malo, mayor enjundia en la trama. Si el malo no está a la altura, se hunde estrepitosamente el montaje. Incluso no importa que el bueno no lo sea absolutamente. Se acepta que el mal triunfe. La vida, en cierto sentido, también muestra en ocasiones debilidad por la maldad. Quien sobrevive es el que se comporta de un modo más despiadado. Pongan, sin no me creen, los documentales de National Geographic. Será que el hombre es, por naturaleza, un ser malvado. El espectáculo está en el registro del mal. El bien no gana adeptos. Nunca se hace épica del bien puro: se construye la leyenda cuando corre la sangre. Todos los bardos antiguos entendieron muy bien esta sutilidad de la quebradiza alma humana. A decir de Noam Chomsky, el activista, el filósofo, el teórico de la lengua, no hay libro más genocida en todo el canon literario que la Biblia. Quizá sea ésa la manera de contar los preceptos, de ir estimulando el asombro del hipotético creyente que la escucha o que entre en el vértigo metafórico de su lectura. Dios está ahí, embutido en un traje de Robert Mitchum, poniendo cara de póker, repartiendo candela urbi et orbi. De verdad que si a la Biblia le quitamos toda la parte tremebunda no queda nada. O quedan cantos florales, episodios levemente legendarios, la trama previsible de una serie B que no pasará de un fin de semana en un cine de barrio. Lo que me pregunto es cómo no he sido un lector voraz de ese libro (habiéndolo sido de un modo razonable, sin empalago) teniendo todo ese potencia dramático y noir que posee. Luego está la metafísica. Me extraña que no la haya explotado James Ellroy o el mejor Dashiell Hammett. O lo han hecho y yo, tan poco sensible a veces, no he encontrado en sus novelas el enganche que me alumbre.