Madrid. Plaza de toros de Las Ventas. San Isidro. Undécima de feria. Casi lleno. Toros de Los Bayones y José Luis Pereda para Gabriel Picazo, Emilio de Justo e Israel Lancho.
Los toros de los Bayones, tenían su parecido a los lechones segovianos que prepara Cándido. Tan buenos como pequeños. Los dos primeros, que no debieron pasar el reconocimiento veterinario, tampoco han sido protestados en el ruedo. Ya conocemos el gusto de la afición venteña por el torero `pobre´. Con ellos, se olvidan de la exigencia, se les aplaude todo, se les perdona aún más y se les regalan orejas si es menester, por el sencillo hecho de que las necesitan más que otros. Si estos toros les salen ayer a Juli o hace poco a El Cid, estariamos hablando de que son unos ladrones, unos sinvergüenzas y no sé que cuántas cosas más. El caso, es que asardinados, o guapos como el quinto, se han dejado una barbaridad. Por embestir, lo ha hecho hasta uno de Pereda, que ya es decir.
Gabriel Picazo, que yo creía que era el hombre del tiempo, ha demostrado con su toreo que las mayores cotas que puede alcanzar en esto es la de cortarle las orejas a algún inválido en la plaza de su pueblo. Se dejó ir a un primero, que era un bonsai, pero que tenía mucho que torear. Es la mediocridad vestida de torero, la vulgaridad personificada en alguien que se supone que tiene que venir a reventar o morir. En los pueblos se hubiera hartado a cortar orejas, sobre todo en estos sitios, en los que al lado del presidente tienen al contable, que por cada ciento y pico pases concede un trofeo. Con ese mismo baremo, el tal Picazo hoy hubiera cortado hasta una pata. A Madrid hay que venir con otra predisposición, con más claridad en la mente y menos nubes en la cabeza.
Emilio de Justo, al que hace justo un año le regalaron aquí una oreja, la del pobre que hablabamos antes, y al que nos querían meter por los ojos como el nuevo Pepito Arroyo, ha deambulado por el ruedo como un crucificado. Apurado con el capote, zote con la muleta e inofensivo con la espada. Sin alma, sin técnica, sin valor, ¿qué nos queda? Un torero que sospechamos que lo es porque paga el Régimen Especial Integrado a la Seguridad Social. Se dejó vivo a un toro que debió irse sin las pelúas, menudo cambio, sobre todo para el ganadero, canino de triunfos después de tantos años en listas negras y cuerdas flojas. Al quinto, un toro guapo, le enjaretó pases de todas las marcas en cantidad abusiva, sin pararse a pensar en que diez minutos haciendo el ridículo delante de veintitantas mil personas es una eternidad.
Israel Lancho, que no se ha molestado en disimular y ni se ha vestido de torero, ha estado a la altura de sus compañeros de parranda. La suerte de los brindis, la maneja bien, pero lo de llevar los toros toreados se ve que es cosa chunga para un tío de dos metros. Sin capacidad para templar o medir, sin conocimiento de las distancias, es difícil reconocerle una virtud: el tancredismo no deja de ser una suerte cómica.
Se guardó un minuto de silencio por cumplirse el nonagésimo aniversario de la muerte de Gallito en Talavera. Cabe preguntarse que pensará, allí donde esté, el más poderoso de los toreros que ha existido nunca, al ver a todos estos que también se llaman toreros, tirar capotes por los aires, revolcarse por los suelos, tropezar y rebozarse por el ruedo como croquetas por la embestida de unos cuántos mansos. Aunque su figura sigue estando viva en el recuerdo, su tauromaquía está más enterrada que nunca. Y así nos va...