Dirección Norte

Por Noeargar
Brasilia, Brasil. 26 de marzo 2012


De nuevo con nuestras polvorientas mochilas que hace tiempo perdieron todo brillo recorremos las espartanas calles de tierra y adobe. Saltamos un par de ennegrecidos charcos y esquivamos a famélicos perros que impasibles descansan enrollados a la sombra de un precario banco, mas allá descubrimos nuestro destino, una suerte de estación. Un desconcertante espacio repleto de ajetreo y goteras aderezado con numerosos vendedores de absurdos, pedigüeños y desinformación. Decenas de autobuses de otra época hacen acto de presencia vociferando su destino.  Una mujer de arrugas marcadas y rostro curtido por el sol porta un pesado fardo a escasos metros de su marido que masca de forma sistemática hojas de coca mientras deambula por el lugar con aparente despreocupación, junto a estos, un montón de basura se acumula debajo de un cartel escrito a mano con caligrafía insegura y nula rectitud “No arrojar basura aquí”. Tenemos que reconocerlo, empezábamos a echar todo esto de menos.
Atrás quedaban los días en el Sur, la pulcredad de la Patagonia, la anodina predictibilidad,  el frio acogedor y sus paisajes vírgenes de postal. El norte daba paso como si de una ecuación matemática se tratase a una progresiva desaparición de la monotonía y el asfalto, aumentando exponencialmente la emoción y el número de personas que caben en el mismo autobús. De paisajes vírgenes a ciudades hiperpobladas, de gente ruda y fría a festiva y pícara. De visitar a viajar.
Ahora esperábamos impacientes a que nuestra cacharra acabase de hacinarse lo suficiente para emprender viaje. A nuestra derecha un amable y pálido suizo, veterano viajero, alrededor, decenas de pequeñas personas de tez tostada y cabello negro como el azabache gritando de aquí y allá mezcla de castellano y quechua. Entre nosotros millardos de fardos para ocupar cada rincón de la bodega, techo y cabina de aquel rudimentario transporte a excepción de un pequeño espacio para el descanso del segundo conductor durante la larga travesía por valles y collados a 4000 metros por los andes bolivianos. La música, que de forma repetitiva sonará durante las próximas 15 horas, se pone a su máximo volumen de forma que los agudos producidos por el charango y la zampoña se clavan a traición en los tímpanos. El intenso olor que emanan los coloridos trajes de las mujeres bolivianas impregna el ambiente. El rebaño esta listo para partir.
Desolados valles, enormes torrentes de aguas, cactus gigantes, alpacas y precarios asentamientos de adobe acompañan al autobús en su traqueteo a través del altiplano andino, un paisaje muchas veces sorprendente, otras tantas feo a rabiar. Pequeños derrumbes de la pista, piquetes, badenes inundados, camiones atascados y alguna avería protocolaria detienen en parte nuestra marcha. Un lento caminar que nos permite entablar conversación con Hans, el curtido viajero de Berna y con Ana María, que apenas ha regresado de España, donde estuvo trabajando en la Avenida del Puerto de Valencia cuidando ancianos. 
Al fin después de tantas horas llegamos a nuestro destino, de nuevo una bulliciosa estación donde todo parece imprevisible y caótico. Rescatamos nuestras mochilas entre los fardos mientras nos alejamos con la música que hemos escuchado durante horas grabada a fuego en la cabeza: “No sé que me pasa, soy hombre casado… callar no se puede ni contar se debe”. Un viaje largo en el que apenas hemos recorridos unos cientos de kilómetros. Muy atrás queda el predecible Sur. Estamos rotos pero contentos, hoy, después de mucho tiempo, hemos vuelto a viajar. 


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