Es muy cierto que al mismo tiempo que se pierde la libertad se pierde la bravura. Las gentes sometidas no tienen ni ardor ni pugnacidad en el combate. Van a la batalla como si fuesen amarradas y aletargadas, cumpliendo a duras penas su obligación. No sienten hervir en su corazón el ardor de la libertad que hace despreciar el peligro y da ganas de alcanzar, mediante una bella muerte junto a sus compañeros, el honor y la gloria.
Los hombres libres, por el contrario, se disputan por ver quién da más, uno para todos y cada uno para sí: saben que recogerán una parte igual del mal de la derrota o del bien de la victoria. Pero las gentes sometidas, desprovistas de coraje y de energía, tienen el corazón abatido y timorato y son incapaces de grandes acciones. Los tiranos bien lo saben. Y por eso hacen lo que pueden para envilecerles aun más.
Los primeros reyes de Egipto se mostraban raramente sin llevar sobre la cabeza ya una rama, ya una llama: se enmascaraban y jugaban a los malabaristas 56 inspirando con estas formas extrañas el respeto y la admiración de sus vasallos que si no hubiesen sido tan estúpidos o tan sumisos, hubiesen debido mofarse y reírse de todo aquello.
Es verdaderamente lamentable descubrir todo lo que hacían los tiranos de antaño para fundar su tiranía, ver de qué insignificantes medios se servían, encontrando siempre al populacho tan bien dispuesto a su respecto que solo tenían que tender una red para cogerlo; nunca tuvieron tanta facilidad para engañarlo y nunca mejor lo sometieron que cuando más de él se burlaban.
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