Las disciplinas cumplen una serie de funciones en la sociedad: «Lo propio de las disciplinas es que intentan definir respecto de las multiplicidades una táctica de poder que responde a tres criterios: hacer el ejercicio del poder lo menos costoso posible (económicamente, por el escaso gasto que acarrea; políticamente por su discreción, su poca exteriorización, su relativa invisibilidad, la escasa resistencia que suscita), hacer que los efectos de ese poder social alcancen su máximo de intensidad y se extiendan lo más lejos posible, sin fracaso ni laguna...» (Íbid.). En general se trata de hacer útiles a los individuos; así, mientras los viejos mecanismos de exclusión analizados en la Historia de la locura servían para apartar a los anormales y marginados del cuerpo social enviándolos a los confines de la sociedad, las nuevas técnicas procuran fabricar individuos útiles, reinsertar y reintegrar bajo la condición de la utilidad. Es como si la nueva sociedad industrial no pudiera permitirse el lujo de dejar sin ocupar un par de manos o sustraerse a administrar y racionalizar el creciente volumen de fuerza que depara el incremento demográfico. Hay, por supuesto, una justificación moral en el uso de las disciplinas, pero no se tarda en entender a poco que se detenga la mirada en sus técnicas y sus realizaciones que existe por debajo de esa pátina ideológica un criterio supremo: la utilidad: «La disciplina de taller, sin dejar de ser una manera de hacer respetar los reglamentos y las autoridades, de impedir los robos o la disipación, tiende a que aumenten las aptitudes, las velocidades, los rendimientos, y por ende las ganancias; moraliza siempre las conductas pero cada vez más finaliza los comportamientos, y hace que entren los cuerpos en una maquinaria y las fuerzas en una economía.» (Ibíd. p. 213). Es este fenómeno el que llama Foucault «La inversión funcional de las disciplinas. Se les pedía sobre todo originalmente que neutralizaran los peligros, que asentaran las poblaciones inútiles o agitadas, que evitaran los inconvenientes de las concentraciones demasiado numerosas; se les pide desde ahora, ya que se han vuelto capaces de ello, el desempeño de un papel positivo, haciendo que aumente la utilidad posible de los individuos.» (Íbid.). Valga el siguiente párrafo como resumen del significado económico-político de las disciplinas en el seno del proceso de constitución de la moderna sociedad industrial: «Digamos que la disciplina es el procedimiento técnico unitario por el cual la fuerza del cuerpo está con el menor gasto reducida como fuerza “política”, y maximizada como fuerza útil. El crecimiento de una economía capitalista ha exigido la modalidad específica del poder disciplinario, cuyas fórmulas generales, los procedimientos de sumisión de las fuerzas y de los cuerpos, la “anatomía política” en una palabra, pueden ser puestos en acción a través de los regímenes políticos, de los aparatos o de las instituciones muy diversas.»(Ibíd. p. 224).
Llegados aquí, es el momento de abordar la cuestión de cuál sería el papel que juega el concepto de excepción en el análisis de las disciplinas. Ya se ha visto cómo la versión químicamente pura de un mecanismo disciplinario lo constituye el modelo de la peste: el cierre total de la ciudad, el estado de excepción declarado sobre la polis, a fin de que la inspección y el bloqueo puedan ejercerse sin la más mínima traba, a riesgo incluso de suprimir la vida de los individuos sobre los que se actúa. La lógica del panoptismo, menos extrema pero igualmente eficaz, también guarda un hueco en su interior para el espacio de la excepción, asegura un ejercicio del poder por fuera de la ley, es un “contraderecho”: «La modalidad panóptica del poder [...] no está bajo la dependencia inmediata ni en prolongación directa de las grandes estructuras jurídico-políticas de una sociedad; no es, sin embargo, absolutamente independiente. Históricamente, el proceso por el cual la burguesía ha llegado a ser en el curso del siglo XVIII la clase políticamente dominante se ha puesto a cubierto tras de la instalación de una marco jurídico explícito, codificado, formalmente igualitario, y a través de la organización de un régimen de tipo parlamentario y representativo. Pero el desarrollo y la generalización de los dispositivos disciplinarios han constituido la otra vertiente, oscura, de estos procesos. Bajo la forma jurídica general que garantizaba un sistema de derechos en principio igualitarios había, subyacentes, esos mecanismos menudos, cotidianos y físicos, todos esos sistemas de micropoder esencialmente inigualitarios y disimétricos que constituyen las disciplinas.» (Foucault: Vigilar y castigar, p. 225). La burguesía había ganado sus derechos frente a los estamentos privilegiados, la aristocracia principalmente, en el contexto del progreso industrial. Gracias a la revolución capitalista, la historia está de su parte y la aristocracia no tiene más remedio que reconocer política y jurídicamente una situación que, de hecho, existe ya hace mucho tiempo: resulta aberrante que al gran contribuyente no se le permita participar en la gestión de la cosa pública. Este primer reconocimiento de derechos se reduce a una clase social determinada y delimitada. El análisis de la formación de la democracia británica, la primera consolidada de la historia, establece la pauta para este tipo de discusiones; a pesar de la revolución francesa, y declaración universal de los derechos; todas las democracias embrionarias tienen un carácter censitario, es decir, sólo el contribuyente ve reconocidos sus derechos a participar en la cosa pública. De esta forma se reproduce el esquema clásico de una clase privilegiada enfrentada a otra que reclama sus derechos. La situación aristocracia-burguesía se refleja en la nueva situación burguesía-proletariado. La lucha de intereses entre el Burgués y el Trabajador Libre dominará la escena europea durante mucho tiempo. No hay que dudar de que al principio de la aventura democrática europea, la burguesía parte en una situación de ventaja clara no sólo por tener más derechos que el trabajador libre, si no porque además disfruta de un poder de facto que, salvo mínimas modificaciones y relegitimaciones formales, conservará ya para siempre. Cuando los derechos se hagan verdaderamente universales y se extiendan a la numerosa clase desposeída, ya ninguna clase de poder se podrá ejercer teóricamente por fuera de la ley, pero en tanto que los privilegios siguen estando presentes y legitimados jurídicamente y en tanto que sigue siendo necesaria la gestión de un gran volumen de población sin peso político de facto, la función de la disciplina será mantener ese derecho-potencia en el seno de la nueva comunidad política supuestamente igualitaria y democrática: «Las disciplinas reales y corporales han constituido el subsuelo de las libertades formales y jurídicas. El contrato podía bien ser imaginado como fundamento ideal del derecho y del poder político; el panoptismo constituía el procedimiento técnico, universalmente difundido, de la coerción.» (Íbid.). Como conclusión apresurada diríamos que las disciplinas permiten afianzar los privilegios adquiridos por la burguesía antes de la universalización de los derechos, mientras estos últimos consiguen legitimar esos privilegios. La burguesía ejerce su dominio extra-jurídicamente.
Gracias a las disciplinas, la comunidad política se transforma en una mezcla de ley y excepción (anteriormente era el poder absoluto lo que consagraba la ley): «Es preciso más bien ver en las disciplinas una especie de contraderecho. Desempeñan el papel preciso de introducir unas disimetrías insuperables y de excluir reciprocidades. En primer lugar, por que la disciplina crea entre los individuos un vínculo “privado”, que es una relación de coacciones enteramente diferentes de la obligación contractual; la aceptación de la disciplina puede ser suscrita por vía de contrato; la manera en que está impuesta, los mecanismos que pone en juego, la subordinación no reversible de los unos respecto de los otros, el “exceso de poder” que está siempre fijado del mismo lado, la desigualdad de posición de los diferentes “miembros” respecto del reglamento común oponen el vínculo disciplinario y el vínculo contractual, y permite falsear sistemáticamente éste a partir del momento en que tiene por contenido un mecanismo de disciplina. Sabido es, por ejemplo, cuántos procedimientos reales influyen en la ficción jurídica del contrato de trabajo: la disciplina de taller no es el menos importante. Además, en tanto que los sistemas jurídicos califican a los sujetos de derecho según unas normas universales, las disciplinas caracterizan, clasifican, especializan; distribuyen a lo largo de una escala, reparten en torno de una norma, jerarquizan a los individuos a los unos en relación con los otros, y en el límite descalifican e invalidan. De todos modos, en el espacio y durante el tiempo en que ejercen su control y hacen jugar las disimetrías de su poder, efectúan una suspensión, jamás total, pero jamás anulada tampoco, del derecho.[5]» (Ibíd. pp. 225-226). “Suspensión”, “contraderecho”, la excepcionalidad es el resultado más preciado de las tecnologías disciplinarias. «Por regular e institucional que sea, la disciplina, en su mecanismo, es un “contraderecho”. Y si el juridismo universal de la sociedad moderna parece fijar los límites al ejercicio de los poderes, su panoptismo difundido por doquier hace funcionar, a contrapelo del derecho, una maquinaria inmensa y minúscula a la vez que sostiene, refuerza, multiplica la disimetría de los poderes y vuelve vanos los límites que se le han trazado.» (p. 226).
Sin analizar directamente el campo de concentración, Foucault acierta a señalar en las tecnologías disciplinarias ese “nomos biopolítico de lo moderno”, que según Agamben sólo puede ser discernido en toda su crudeza en aquellos espacios extremos de la excepción. Pensamos que su falta de apreciación reside en no haber reparado en los análisis de Foucault no estrictamente “biopolíticos”. La esencia de lo político estriba en la relación de bando. Esa relación se aprecia en toda su desnudez en el estado de excepción. Ergo, se hace necesario estudiar los campos de concentración para analizar la relación de bando. Sin embargo, es un ejercicio enriquecedor aguzar la vista para localizar la relación en cuestión en nuestras sociedades democráticas, ricas y desarrolladas.
Recopilaremos a continuación algunas ideas de Agamben sobre los campos de concentración; reuniremos sus respuestas a la cuestión de cómo pueden ser considerados aquellos como «la matriz oculta, el nomos del espacio político en que vivimos todavía.» (Homo sacer, p. 212. Lo que sigue es un resumen del último capítulo del libro, pp. 211-229).
Los campos no nacen del derecho ordinario, si no del estado de excepción o ley marcial. Aunque sea por derivación, puede decirse lo mismo de las instituciones disciplinarias. Aun admitiendo que éstas no pueden ser si no una versión soft de aquellos campos que horrorizaron al género humano, deberíamos extraer conclusiones del hecho de que también estás tengan unos supuestos teóricos comunes con aquellos. ¿Serán entonces las disciplinas, como ya se ha apuntado antes, las encargadas de hacer realidad la idea de una comunidad política como mezcla de ley y afuera de la ley?
«El campo de concentración es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en regla.» (ibíd., p. 215). Cuando esos agujeros que saltean el espacio del derecho, crecen hasta engullir por completo la forma normal de la ley, desembocando en el abismo del estado de excepción completo. Ejemplo paradigmático de ello es el III Reich hitleriano, que algunos han calificado como “un estado de excepción que duró doce años”[6].
«El campo de concentración es un híbrido de derecho y de hecho, en el que los dos términos se han hecho indiscernibles.» (ibíd. p. 217). Estado de naturaleza, ley marcial, ley de la selva, potencia = derecho, ley = voluntad del soberano... todos estos tópicos sobre la falta de derecho o arbitrariedad del poder soberano tienen cabida bajo el manto teórico del estado de excepción y, en particular, bajo la tesis de la indiferencia entre hecho y derecho.
«[...] si la esencia del campo de concentración consiste en la materialización del estado de excepción y en la consiguiente creación de un espacio en el que la nuda vida y la norma entran en un umbral de indistinción, tendremos que admitir entonces que nos encontramos en presencia de un campo cada vez que se crea una estructura de ese tenor, independientemente de la entidad de los crímenes que allí se cometan y cualesquiera que sean su denominación o sus peculiaridades topográficas. Tan campo de concentración es, pues, el estadio de Bari, en el que en 1991 la policía italiana amontonó provisionalmente a los emigrantes clandestinos albaneses antes de reexpedirlos a su país, como el velódromo de invierno en que la autoridades de Vichy agruparon a los judíos antes de entregarlos a los alemanes [...]» (ibíd., pp. 221-222). Cualquier institución que presuponga una micro-penalidad puede ser considerada automáticamente uno de tales campos. Sin duda nos sorprendería un listado exhaustivo de dichos espacios, por cuanto algunos de ellos forman parte de nuestra vida cotidiana. El hecho de que se suscite la estructura de la excepción en un momento dado en un espacio determinado, no quiere decir se trate de cualidad intrínseca de ciertos lugares. Además de la variable espacial hay que tener también en cuenta la temporal. Cualquier sitio cotidiano puede ser un espacio de la excepción y dejar de serlo.
Fuente
[5] El subrayado es mío. ¿Cómo es posible que haya pasado desapercibida a Agamben esta caracterización explícita de las instituciones disciplinarias como espacios de excepción?
[6] Al día siguiente del incendio del Reichstag, en febrero de 1933, Hitler decretó la suspensión de los artículos que consagraban los derechos fundamentales individuales de la Constitución de la República de Weimar, promulgada en 1919; como se sabe sobradamente, esta suspensión nunca se revocó, por lo que, no sólo de hecho, sino también desde un punto de vista “jurídico”, el régimen nazi transcurre en su totalidad bajo la situación de una suspensión formal de la norma.