Me pasaron el libro de Jonas Jonasson. “Es buenísimo”, me dijo el amigo.
Llegué al tercer capítulo llevado por un acto de fe en un colega. Pero cómo
puede ser. Cómo, un libro tan simplón, infantiloide, falto de toda imaginación
y gracia llegue a ser un superventas. Y aquí, de nuevo, me hallo ante el dilema
de si la telebasura y la literbasura nos la venden o la pedimos a gritos con
lágrimas en los ojos. “¡Por favor, más mierda!” ¿Eso es lo que grita el grueso
de los lectores? Lo dudo. Al quedarme unos gramos de idealismo en el tejido
neuronal pienso que nos la venden con slogan tipo “¿De verdad que todavía no te
has leído El Abuelo que saltó por la dichosa ventana
ni El Código-ya-te-puedes-imaginar-de-qué-va-Da-Vinci? Corre como un galgo
hambriento hasta tu librería amiga y cómpralos inmediatamente, zopenco!”
El abuelito primero salta por la ventana y se fuga. Bueno, hasta aquí, vale. Uy, vaya si la lía el señor mayor éste. Además deja colgado a un político. Se lo merecía, claro. Luego llega a una estación de autobuses y el hombre en cuestión se hace con un botín de un peligroso delincuente. Esto lo veo yo cada día en mi barrio, es de lo más frecuente. La gente mayor pegándosela a los quinquis del barrio. A continuación aparece en una cabaña de bosque con otro tipo salido de las tinieblas y bla, bla, bla. Y no recuerdo más. Ahí lancé el libro por la ventana. Se trata de enganchar al lector mediante un proceso de identificación del abuelo abandonado por la sociedad, identificación con el fracasado, con el paria, con el pobre hombre o mujer que somos casi todos, al igual que los niños se identifican con Spiderman y sus saltos difíciles de corroborar si el señor Newton es quien mira. Encima este verano estrenan la película, para repetir ese buen sabor de boca de la novela. El cine convencional, en proceso de desaparición, aprieta la soga que lo ahoga.
Dispara contra ese abuelo que saltó por la ventana