Claro que no es una película como muchas que hemos visto, donde un virus convierte a la desprevenida población en zombis, vampiros o padecientes agonizantes. Nada de eso, sino la vida misma: un virus que nos convierte en engripados y nos muestra lo vulnerables que somos. También, que hay muchos inescrupulosos, como los que explotan el coronavirus para incrementar sus ganancias con el precio de los barbijos o el alcohol en gel, aunque no sirvan para mucho. La TV se apropia del tema para convertirlo en único y las redes aportan confusión con consejos ineficaces, memes ingeniosos, carteles xenófobos y demás delicias de los eclécticos usuarios.
Como en 2009, nadie se acerca, el saludo es parco y la distancia se hace norma porque el otro puede ser un posible contagiante. El que tose o estornuda es mirado como si tuviera explosivos en el cinturón. Algunos paranoicos andan con el barbijo adosado, aunque se lo bajan cada tanto para fumar un cigarrillo, como si en esos minutos fueran inmunes a la proliferación del virus tan temido. El pañuelo que desagota la nariz es tratado como desecho radiactivo hasta que cae en la papelera y aún ahí, sigue generando terror. Algunos alucinan con el tan postergado fin del mundo, con la certeza de que formarán parte del grupo encargado de repoblar la Tierra. Los que pueden, colman las alacenas con mercancías para meses de encierro y buscan en internet los más esenciales consejos de supervivencia para cuando todo se desmorone. Los que no pueden, como siempre, sólo piensan en el día a día.
Apuntes discontinuos