Distopías

Por Daniel Vicente Carrillo



La necesidad orwelliana de reeducar al vulgo sólo es sentida por los ideólogos de la democracia. Los talantes más conservadores se conforman con contenerlo en los límites de la sensatez y el orden, lo cual pasa por negar su soberanía y, por ende, su sabiduría y autotutela intelectual.
El demócrata cree que el pueblo ha de estar a la altura de su propio arquetipo, por lo que confiere al poder público una facultad omnímoda para reformarlo y amoldarlo según determinadas expectativas. Paradójicamente, el Estado democrático acaba descubriendo en la instrucción de los ciudadanos una facultad de control mucho mayor que la que el déspota obtenía de la ignorancia de los súbditos. Y así, el gobierno que menos debía injerirse en la vida de sus administrados es el más insolente celador de su conciencia; al tiempo que la república que más debía estar sujeta al constante escrutinio de sus miembros pende del ligero azar de cómo sea concebido el ideal de la educación por parte de la elite dirigente.