Por Iván Rodrigo Mendizábal
(Publicado originalmente en revista digital internacional Amazing Stories, el 8 de diciembre de 2017)
Mill y la distopía
En un capítulo del libro Dystopia: A Natural History (Oxford University Press, 2017), Gregory Claeys, tomando en cuenta estudiosos como Henry Lewis Younge y V.M. Budakiv, señala que el término “distopía” fue acuñado en 1747 como “dustopia” y ya en 1748 había quienes lo pronunciaban como “dystopia” aludiendo a “un país infeliz”. Sin embargo, recién se popularizó a raíz de un discurso de John Stuart Mill en el Parlamento inglés hacia 1868 para referirse a “algo demasiado malo para ser practicable” (p. 273), como burla al sector conservador respecto a un tema de tierras de un sector de la comunidad irlandesa.
En concreto Mill usó el término “distopía”, en oposición a “utopía”, en sentido de un lugar malo, desagradable, una forma vida absurda que de por sí tendría que ser abominable. La voz “un gobierno de lo peor” podría ser otra forma de describir a la distopía en la actualidad, por lo cual, muchas veces se dice de la distopía como equivalente a algún tipo de régimen totalitario, en el que se ha conculcado la libertad, los derechos, hasta la vida misma de los ciudadanos.
Esto nos pone en el escenario particular de la tiranía como ejercicio del poder y el encumbramiento de alguien o un sistema que desconoce a la sociedad libre a la cual la considera que la debe regir como si fuera un padre único y necesario. La figura de un tirano-padre que reemplaza al Estado o un supra-sistema que determina el funcionamiento del Estado es lo que podría definir a la distopía, figurándola como un lugar cerrado, donde la atmósfera se vuelve irrespirable. La paradoja de esta imagen es claramente, en las distopías políticas, que sus propios políticos, quienes aparentemente se sitúan por encima de todo lo que puede regir la vida normal de la sociedad, defienden que lo que han construido es un “paraíso” en el que se vive una cierta democracia y una cierta libertad.
Hacer cosas con palabras
Philip K. Dick escribió en su ensayo “How to build a universe that doesn’t fall apart two days later” en 1978, compilado por Lawrence Sutin en el libro The Shifting Realities of Philip K. Dick, Selected Literary and Philosophical Writings (Vintage Books, 1995), que “la herramienta básica para la manipulación de la realidad es la manipulación de las palabras. Si usted puede controlar el significado de las palabras, usted puede controlar a la gente que debe usar las palabras. George Orwell lo puso de manifiesto claramente en su novela 1984” (p. 265). ¿En qué consiste hacer pasar una distopía política como si fuera el paraíso terrenal logrado por un solo hombre o un sistema construido con base en sus determinaciones? La ciencia ficción ha sido muy explícita en desmontar el mecanismo de las distopías políticas jugando al mismo juego de las palabras. Pues, gracias a los lingüistas sabemos que las palabras crean imágenes de cosas, metáforas de la realidad; esto es lo que funciona en la vida cotidiana. En el mismo sentido, la política crea imágenes de la realidad, imaginarios de presente y futuro también por medio de la retórica política: un líder político en el fondo es aquel que domina la palabra y cuando esta no está bien pronunciada, no crea imágenes de realidad, por lo cual el poder parece desligitimarse. En este contexto, la literatura de ciencia ficción lo que hace es poner de manifiesto, tal como lo dice Dick, el modo cómo se manipula la realidad gracias a las palabras, por parte de quienes tienen un cierto poder y hace que otros se adueñen de las palabras cargadas de significado que les hace creer que, en efecto, viven en el paraíso. Por ello, se habla de ejemplos literarios de distopías como 1984 (1948) de Orwell donde se desmonta al comunismo totalitarista de Stalin o Nosotros (1921) de Yevgueni Zamiatin que especula el advenimiento del régimen soviético.
Distopías ecuatorianas
Este preámbulo sobre un subdiscurso de la ciencia ficción me permite hablar de las distopías ecuatorianas. Porque si hay que referirse a las distopías ecuatorianas es para decir de ellas que nacieron al calor de regímenes y contextos aparentemente “positivos” pero que en la realidad se sienten “negativos” entre los diversos imaginarios de los ecuatorianos.
El recurso de la distopía literaria es la inversión de la realidad, esa que es creada por las palabras e impuesta por diversos medios por algún régimen político: mientras se cree que se vive en un paraíso, lo que se trata de mostrar es que la cuestión no es así. Pero hay que señalar, por otro lado, que no se trata de alguna literatura sobre dictadores, sino de un tipo de realidad leída desde el distanciamiento cognitivo que hace producir significaciones nuevas que tienen más de desfuturización, es decir, de la manifestación de una atmósfera ausente de libertad. El novum, en los términos de Darko Suvin, cuando caracteriza a la ciencia ficción (véase Metamorphoses of science fiction: on the poetics of science fiction, Yale University Press, 1979) es lograr que el lector se dé cuenta que lo que lee es un espejo de una realidad conocida de la cual se debe decir otra cosa.
Portada del libro “No bastan los átomos” (1955) de Demetrio Aguilera Malta.
Quizá la primera distopía ecuatoriana es la representada en una pieza de teatro. Es la obra de Demetrio Aguilera Malta, No bastan los átomos (Casa de la Cultura Ecuatoriana 1954). De ella anoté en un texto anterior, “Teatro de ciencia ficción en Ecuador”, publicado en Amazing Stories del 21 de septiembre de 2017, que “sigue (…) la huella de The island of Dr. Moreau (1896) de H.G. Wells, aunque se hace eco de la sombra ominosa de la II Guerra Mundial y la detonación de la bomba atómica. El argumento gira alrededor de la espera de dos mujeres a un soldado, quien trae la ira, tras la guerra, con la finalidad de detener al Dictador quien quiere llevarse un arma nuclear que se fabricó en la isla-laboratorio, lugar donde se centra la acción. La obra tiene una carga enorme reflexiva sobre cómo el dominio de la técnica al servicio de la guerra y el ejercicio de la banalidad del mal son la faceta del ser humano que ha renunciado a un camino ético creyéndose superhombre”.
Lo distópico en No bastan los átomos está precisamente en ese mundo-metáfora que es la isla gobernada por un dictador que tiene para sí el dominio de un arma nuclear; las mujeres que viven en ella son como una población subsumida por el temor ante la presencia de la figura de ese hombre-gobierno que hace experimentos de laboratorio y, se puede inferir, ha instaurado un clima de opresión en la isla-Estado. Solo un soldado, su hijo, el cual viene de haber vivido los horrores de la guerra, representación de ese pueblo que ha acumulado la ira por la significación del desastre, ahora quiere poner fin a ese estado de cosas. El contexto al que alude la obra de Aguilera Malta es el mundo luego de la II Guerra Mundial.
Portada de “Militaria” de Renán Flores Jaramillo.
Otra distopía ecuatoriana es quizá una novela anclada esta vez en el ambiente de las dictaduras militares en Latinoamérica, ambiente que también Ecuador vivió. Tales dictaduras cruentas se ensañaron contra la población señalándola como amenaza dado el sentimiento que prevalecía en ella de un continente nuevo al calor del socialismo. Tal novela se titula Militaria (Planeta, 1982) de Renán Flores Jaramillo.
Militaria es atemporal, situado en un país imaginario, Militaria, renombrado así por el régimen militar imperante. Quien evoca este país, otrora democrático, es un periodista que debe exiliarse a París luego que la dictadura clausura el periódico fundado por su padre. En la novela el protagonista en primera persona habla desde el exilio, desde el recuerdo, desde el dolor que implica el cambio de su patria por otra dominada por la fuerza y la violencia del poder. En París, el periodista también dialoga imaginariamente con poetas, como César Vallejo (e incluso el propio Juan Montalvo, el ensayista liberal ecuatoriano del siglo XIX a quien Flores Jaramillo trata de evocarlo) sobre el destino de un continente que debería ser bueno, salvo por quienes más bien prefieren el colonialismo y por su efecto, siembran el terror.
Portada de la primera edición de “Yo artificial o el futuro de las emociones” de Leonardo Wild.
Se debe citar también como distopía ecuatoriana la novela Unemotion (Beltz, 1998), publicada primero en alemán y luego como Yo artificial o el futuro de las emociones (Velásquez & Velásquez y Edinun, 2012) de Leonardo Wild. Esta obra presenta un futuro dominado por una corporación militar que controla el mundo y prefiere a los ciudadanos sin emociones por lo cual, cada vez que ellos se involucran en estados emocionales, son reeducados o recalibrados. Su personaje central, un joven que descubre las posibilidades de las emociones se enfrenta a servir a dicha sociedad, gobernada por un presidente que también es dócil a las determinaciones del poder policial, o subvertirla como sucedió con su madre, la cual habría descubierto la trama oscura del entramado institucional de la sociedad. Ecuador, en esta novela, es un lugar donde se entrena a los inemocionales, donde además está instalada una base secreta que tiene que ver con el control de los cambios climáticos. El contexto que permite comprender la novela de Wild es la emergencia cada vez más fuerte de las transnacionales que van determinando la vida política de las naciones latinoamericanas.
Portada de la tetralogía “Crónicas del breve reino” de Santiago Páez.
Una distopía que abre el siglo XXI es la representada por Santiago Páez en la novela tetralógica Crónicas del breve reino (Paradiso, 2006). En esta el país imaginario de Ecuador, una invención literaria, sufre el fracaso de su historia por efectos de intereses sociales y económicos, como en la primera parte, que llevan al fin del liberalismo radical; el fracaso de las políticas desarrollistas por efectos de aventureros que transfiguran estas en intereses al servicio de agentes internacionales, como en la segunda; el quiebre del país por el impacto del neoliberalismo y los intereses transnacionales, como en la tercera; hasta el final de un país ingobernable, o que está regido por un régimen que presta sus servicios únicamente a las transnacionales petroleras y que ha dejado en ruinas el país esta vez dominado por sectas de guerrilleros o agentes que hacen experimentos biogenéticos con los niños. La visión de un Ecuador que va en declive es el panorama que esboza la novela de Páez. El autor realiza una intensa reflexión sobre el por qué los proyectos utópicos terminan fracasando.
El propio Páez escribió luego otra distopía, la quinta ecuatoriana, Ecuatox® (Paradiso, 2013). El contexto es ahora el pasado gobierno de Rafael Correa y su modelo de “socialismo del siglo XXI”, gobierno que ha sido calificado por muchos como dictatorial y distópico, pese a asentarse en la democracia. La novela se sitúa en el 2227 cuando un tipo de gobierno se ha eternizado convirtiéndose en un ciborg con un poder represivo que ejerce sobre la sociedad queriéndole hacer creer que vive en un mundo ilusorio y aparentemente utópico. Lo curioso de esta novela es que es narrada por un venezolano, proveniente de la también distópica patria de Hugo Chávez, representante de la ahora Iglesia Universal Chavista Absoluta (IUCA), el cual viene a Ecuador a observar los avances de la revolución “socialista” que prevalece aún gracias al ciborg-gobierno.
Portada de “Ecuatox®” de Santiago Páez.
A diferencia de toda distopía, Ecuatox® resalta en tono burlesco la incongruencia del régimen: ese que proclama un país completamente aplanado por la racionalidad gubernamental, por las megaobras que no respetan ni la diversidad ambiental ni la cultural, por la ridiculez de las políticas que impone contra la voluntad de la sociedad que finalmente se ha allanado al miedo. En un ensayo que escribí para la revista dominical Cartón Piedra del diario El Telégrafo del 15 de diciembre de 2014, “Ecuatox® o la distopía del país imaginario”, manifesté que la obra de Páez en cuestión manifiesta una posición crítica al régimen ecuatoriano de referencia mostrando sus contradicciones incluso aquella que implica la necesidad de perennizarse. El desencanto ante la utopía de un país que debió rehacerse para bien (tras una década de fracasos políticos luego de la crisis de 1999), en la lectura de Páez, deriva en un régimen que más bien ha quebrantado la libertad, donde incluso la realidad que ha creado, mediante una retórica de palabras e imágenes, se ha vuelto más fantástica de lo que es.
Portada de “Los improductivos” de Cristián Londoño Proaño.
Igualmente se debe citar el trabajo de Cristián Londoño Proaño, Los improductivos (Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2014). En mi ensayo sobre esta, “La sociedad de los improductivos”, publicada en Amazing Stories el 15 de diciembre de 2014, afirmé que más que distopía podría ser una antiutopía en la medida que, pese a su argumento sobre un personaje que trabaja denodadamente en una corporación, representación de una sociedad asfixiada por el trabajo productivista en beneficio de pocos, que escapa finalmente hacia un horizonte aparentemente utópico (muy al modo de 1984 de Orwell), la novela está entre ese fino límite de mostrar el lado perverso del capitalismo como utopía y el gobierno corporativista controlador como su lado distópico: lo que importa de la novela es, en efecto, que Londoño Proaño, hace aparecer o desmonta finamente “un tipo de máquina social y de gobierno, (una) máquina de productividad, la de la globalización tecnológica, que parece ser el horizonte, pero un horizonte en el que estaríamos encerrados o atrapados”.
La última distopía literaria recientemente publicada es Anaconda Park: la más larga noche (Verbum, 2017) de Jaime Marchán. Esta novela hace referencia también al régimen de Correa y hace una inversión paradójica de la creación de un país imaginario que vive gracias al circo o, mejor dicho, un megaparque que ha sido creado por el régimen presidido por un joven ejecutivo el cual, poco a poco, se erige en una especie de dios, de padre abnegado, de soberano puro, ejerciendo una autoridad fascista contra cierta población que resiste a sus planes.
Portada de la novela “Anaconda Park” de Jaime Marchán.
Anaconda Park: la más larga noche tiene dos referencias concretas en su título: un parque temático que es el propio Ecuador como antes se le conocía como país amazónico y el permanente enunciado que el régimen de Correa pronunciara para diferenciar su gobierno de los anteriores: “la larga noche neoliberal”. Frente al neoliberalismo supuestamente aparece un régimen que imbrica el liberalismo radical con el socialismo, eso que algunos sociólogos identificaron con el “socialismo del siglo XXI”. A diferencia de la obra de Páez que es burlesca (en realidad “esperpéntica”, tal como el propio Páez identifica el estilo con el que está escrita) esta es más bien reflexiva sobre el populismo que en realidad identifica a los modelos del socialismo contemporáneo. Es reflexiva porque (mediante un narrador omnisciente quien además declara su posición desde el inicio de la novela) Marchán trata de dibujar un espejo de una realidad política que vivió de lo ilusorio, de la maquinaria del marketing, de infundir el miedo, fundando otra realidad haciendo creer a sus habitantes que estaban enfermos de tristeza, hecho que supondría la llegada de un salvador que les erige una obra con base al entretenimiento y la supuesta alegría.
Páez en una entrevista; “La novela distópica enfrenta a realidades de la actualidad que son intolerables”, publicada en diario El Comercio el 29 de junio de 2016, identifica como distopías también a otras novelas ecuatorianas como: Fetiche y fantoche (Ediciones de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1994) de Huilo Ruales, La era del asombro de Fernando Naranjo (Abrapalabra, 1995), El libro flotante de Caytran Dölphin (Paradiso, 2006) de Leonardo Valencia y Los años perdidos (Alfaguara, 2013) de Juan Pablo Castro. En rigor son más bien novelas o cuentarios que se sitúan en ciudades destruidas por efectos no necesariamente políticos. La distopía de la que escribo este ensayo es preferentemente política, en el mismo sentido que sus fundadores lo hicieron.
Quizá valga la pena, finalmente, mencionar un film ecuatoriano también distópico, Quito 2023 (El imaginario colectivo, 2014) de César Izurieta y Juan Fernando Moscoso. Sobre esta película hice referencia en mi ensayo “Cine de ciencia ficción en Ecuador” publicado en el blog KM 8 ½ el 16 de abril de 2014. Su trama se sitúa en los años posteriores a la crisis institucional y política de 1999 en Ecuador cuando supuestamente en 2014 se instaura un régimen dictatorial que cerca de las ciudades instaurando un clima de opresión y de falta de libertad; la historia se centra en el 2023 cuando un grupo de guerrilleros que ya se han tomado la ciudad, quitan del poder al dictador, el cual, además se ha quedado solo en su amplio palacio. Lamentablemente la película se queda en las buenas intenciones, probablemente porque les faltó recursos a sus productores o porque el guion, al centrarse en la acción armada, no supo profundizar en los problemas inherentes a un Estado distópico que lo esboza sin acabarlo por completo. Pese a sus pretensiones, en el film se nota, como señalé en dicho ensayo, “una muestra de un posible no-futuro del Ecuador. [Sin embargo, la] suspensión de la utopía por un desconcierto o por un malestar por las vivencias políticas observadas por parte de ciertos sectores de la juventud ecuatoriana implica que ellos tampoco se imaginan en el futuro”. En otras palabras, el film Quito 2023 habla de una distopía en la que las jóvenes se ven reflejadas, pero sin que ellas mismas pretendan un futuro nuevo.
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