Sol olvidado
Él no sabía lo que quería. Nunca. Quizá por eso se le daba tan mal escribir sobre los pocos amores que tuvo. Cada vez que lo intentaba, que intentaba ocultar lo que sentía bajo alguna historia inventada, fracasaba estrepitosamente y, de igual modo, ocurría en sus relaciones, que eran largas por miedo, convulsas por naturaleza y amargas por decisión propia.
Durante semanas, sino meses, garabateó ideas en una libreta, y las hizo crecer desde ese primer germen del concepto desnudo. Juró para sí que escribiría siete capítulos, y que al menos uno tendría que pulirse y rehacerse en incontables ocasiones. Lo imaginó como un lunes cualquiera; un lunes aburrido, rutinario, incluso un lunes de resaca dependiendo de cómo se hubiese portado el fin de semana; un lunes cuyas asperezas debería lijar, donde habría palabras que seguro sobraban, ideas inconexas que se habían ahogado entre el huir de su musa y la llegada de la mediocridad, y quién sabe qué más.
Dio título a los siete capítulos como hacen los malos escritores; como esperan los malos lectores que se fían de la primera impresión, de las apariencias, de una cabecera extravagante que se cuela en su psique; como todos esos seres que arrugan el morro tras la primera hoja, y olvidan aquella emoción que sintieron una vez y que están obligados a buscar página tras página hasta chocar con la contraportada.
De cualquier modo, sería necesario seguir remarcando lo anómalo que le resultaba este contexto: lo malo que era; pues era tan malo, tan malo, tan malo en esas cosas del amor, que años más tarde oiría llorar a su mujer y confundiría ese sonido con el arrullar de las palomas que anidaban en la fachada de la casa.
En este contexto, tituló el segundo capítulo como Dobles parejas dispuesto a hablar de cuánto nos engañamos a nosotros mismos, de cómo nadie debería juzgar un libro por su portada y de qué poco debería importar que dos, tres o cuatro personas siguiesen aquel Macguffin romántico de los dictados del corazón.
Al pasar de las semanas, terminó por garabatear mierda con grandes letras rojas en todas y cada una de las páginas del borrador y destrozó, sereno, cada una de las hojas que componían esa primera versión del texto: así supo que no solo no era bueno, sino que era terrible, y actuó conforme a su potestad de creador omnisciente que siempre prefiere afrontar el peso del fracaso al de la vergüenza futura.
Sin embargo, víctima de lo que pudo ser y no fue, el escritor comentó a un compañero algunas de las ideas de todas y cada una de esas historias; vacilando entre si esa inquietud que, de algún modo, no había podido quitarse de la cabeza, atendía al fracaso de una parte de su proyecto o a la incapacidad de encontrar palabras con las que vencer su peculiar bloqueo.
Por descontado, él sabía que había millones de personas que no sabían amar, personas que, quizá, olvidaron cómo o nunca tuvieron oportunidad, eso no importaba; quizá amar no era tan sencillo como lo pintaban las películas de Hollywood, donde al volver a encenderse las luces, nadie veía si Humphrey Bogart terminaría por cagarla o no.
—Explícame el argumento —dijo su acompañante.
El escritor se negó, hasta tres veces, pero fruto de un deseo siempre oculto de que la historia viese la luz, terminó por acceder. Como testigo mudo de la misma, diré que no era gran cosa. Se movía entre temas complejos, como el deseo, las apariencias y el amor, sin comprender, ni por equivocación, la individualidad de cada una de ellas. No empezaba mal; presentaba a dos parejas que se habían separado para pasar el día junto a unos amigos: ellas con ellas, y ellos con ellos, sin saber que, a espaldas del resto y con la sombra del matrimonio bien próxima, también mantenían sendas relaciones como amantes.
No estaba planteada en clave de humor, y es probable que ahí radicase parte del problema: en especial, cuando la historia se cerraba sobre sí misma volviendo a cambiar de parejas por tercera vez. Tampoco tenía nada de sensual, porque la prosa era excesivamente racional como para funcionar a otros niveles y el deseo era demasiado ficticio para imaginarlo realidad. Parecía otra cosa; algo así como el intento desesperado de explicar una historia dentro de otra historia. Aquello que cualquier texto busca y donde aquí únicamente difería la capacidad de saber cómo engañarse a uno mismo frente a la intención sincera de engañar a todos los demás.
Cuando terminé de beber, perdí el rastro del punto en el que se quebró aquella vieja historia que, palabra a palabra, desaparecía en mi presencia; y seguí bebiendo para empezar algo completamente distinto. Aquello que debían ser esas dobles parejas, esa jugada que puede darte una victoria tanto como obligarte a ir de farol durante toda una mano… Y es que quizá tenía que haber empezado por ahí, porque ¿de quién era la mano?
***
Sol recordado
Para entender la historia, la historia que debía haber sido aquí narrada desde el principio, hay que recordar que, por mucho que se empeñen Falcones, Marsé o Zafón, Barcelona es mucho más que La Ribera, el Carmelo o el Arc del Teatre.
Lo que define a Barcelona son sus gentes y sus barrios, y no existe un contexto mejor para esta historia que la periferia bajo la Sierra de Collserola, donde durante aquella primavera se escuchaban sirenas perennes, se rastreaban las huellas de los jabalís durante la madrugada y ese cosmos verde que casi parecía fantasía nos permitía escapar del carácter abruptamente cosmopolita del que la ciudad había decidido beber como de las aguas del Leteo.
Pero para entender verdaderamente la historia hay que recordar que el agua y, concretamente, una fuente son una parte fundamental de todo lo que quiero explicar. Es el punto de inicio, porque está justo en el centro de la historia que aquí empieza, y también es donde concluye, donde se cierra.
No te preocupes, ya lo verás; ahora he cogido el ritmo adecuado, y no voy a detenerme…
Prosigo.
Al barrio se mudó un chico una vez pudo independizarse. Lo hizo a un pequeño piso bajo la montaña, un segundo que lindaba con el extremo más bonito de Barcelona. Nunca tuvo la necesidad de compartir ese espacio y, por suerte, y algún deshonroso traspiés entre medias, terminó por encontrar la justa medida entre libertad y responsabilidad.
Durante la mudanza, una compañera de la universidad y su novia le ayudaron a mover los trastos. Una de ellas se llamaba Enara, que en vasco significa golondrina, y su chica era Sofía, una catalana que, a causa de su encontrada sexualidad, había perdido la relación con sus padres.
Tras los primeros días de independencia, decidió escribir esta historia, si bien no conocería el final de la misma hasta mucho tiempo después, alimentando desde el inicio dos nombres falsos como parte indisoluble de la misma, recordando que nadie tiene una verdad absoluta, pero que todos somos cobardes alguna vez.
Todo esto ocurrió a mediados del tercer año de la licenciatura, cuando Enara volvió a la facultad y él pudo verla día tras día. Como hábito, rápidamente adquirió el guardarle un sitio a su lado, y, a causa de esto, a menudo peleaba con los compañeros y compañeras menos afines sin tener muy en cuenta sus opiniones; con los cercanos, en cambio, solo tensaba hasta que las sospechas pudiesen convertirse en certeza, y allí cedía como si no le preocupase no poder estar cerca de ella todo el tiempo posible.
Enara no tenía el atractivo estándar de otras mujeres; era alta y esbelta, y también muy femenina, sus pechos eran grandes y su cabello, de un pajizo claro, se enredaba entre bucles rebeldes que alguna vez alisaba sin paciencia. Pero Enara no era porcelana, sino jade; no era kinsutgi de oro y cerámica, sino de plata o de resina; ella era mucho más especial porque el mundo estaba ciego.
En estos casos, la literatura acoge una vía y el mundo real se desvía por otra muy distinta, pero a veces no hay nada más necesario que una fantasía vivida de principio a fin. Así que, aunque parezca contrario a estas mismas letras, en el transcurso de esta historia todo ocurre de un modo mucho más natural de lo que nadie imaginaría.
Todo siguió igual.
Desde fuera, la vida transcurría del mismo modo en que lo había hecho miles de días atrás. Las horas pasaban y el cambio no era más que un lento vaivén que nadie podría haber advertido. Un día, sin que nadie tuviese constancia, el círculo se amplió y empezó a girar alrededor de una persona más; quizá fue la insistencia o el deseo por que algo ocurriese que, en tal caso, superó al miedo. Pero llegó natural, como una larga caminata que amenaza con terminar de un modo literal y figurado.
Fruto de estos cambios, él empezó a observar. Imposible saber qué había visto Sofía en Enara. Desde el principio, quiso creer que no era distinto a los sentimientos que empezaban a despertar en él tras más de tres años adormecidos por obligación; pero no podían ser los mismos. Sofía cortaba sus alas, se arremolinaba inquieta entre la obligación y el deseo, entre la amenaza y los celos continuos. Enara debía vivir por y para ella, y al cabo de un tiempo, todos entendimos que el deseo no es suficiente para mantener a dos personas unidas.
Esto hizo que Sofía se recluyera en una torre de vidrio junto a su amada. Lejos del mundo que creía que las amenazaba. Curiosamente, él nunca se sintió juzgado de ese modo, si bien, en retrospectiva, terminó por convertirse en un blanco fundamental de su ira.
Durante la primavera, todo siguió igual para ellas dos, pero de algún modo, él, como actor invitado al que no se le negó el paso por aquellas puertas, llegó a creer un par de veces que se encontraba en el centro de la escena, sin saber muy bien si su intuición era acertada o no.
Ahora, quizá empiezas a imaginar hacia dónde va el siguiente párrafo. Quizá mucha gente —muchos hombres también— piensen que ese chico buscaba algo con lo que sueña una gran mayoría, pero ese hubiese sido un triste consuelo. Estaba allí, y no era extraño que sus pasos por el barrio se encaminasen hacia el edificio de donde ellas salían para trabajar, pero, mientras pudo contener el deseo, siempre intentó mantener una distancia prudente.
Cuando fue consciente de sus sentimientos, no se apartó. ¿Cómo podía? Lo que hizo fue intentar llamar la atención de otras chicas desprovistas del espíritu que ya le había enamorado; buscaba el modo de ser mejor persona, de ser más listo, más gracioso, mejor; como si aquello cambiase por influjo divino la sexualidad de una persona. ¿Intentaba acaso darle celos con su comportamiento o más bien comprobar que debía dirigir sus pasos en otra dirección?
De cualquier modo, no pasó nada de lo que narran las películas y los libros. Claro que no. Siguió saliendo con ellas, moviéndose por el barrio, proponiendo planes y acogiendo otros con ilusión; siguió viviendo en paralelo. Sintiendo que había una vida por vivir y otra que soñar, como un horrible film de Woody Allen con una Annie Hall lésbica que se le escapaba por todo el sur de la isla de Manhattan.
Una noche, Sofía fue al baño, y él y Enara se besaron. Él no la besó. Ella tampoco. Simplemente sucedió. Algo explotó. Sentados en el sofá supieron que no podían detenerse, pero lo hicieron tan rápido como todo aquello había empezado. Quizá ese beso duró un minuto entero, o solo unos pocos segundos, pero después de aquello, se marchó.
Los días siguientes —las noches, en realidad— las pasó tumbado en una esquina de la fuente que contextualizaba esta historia. A veces, bajaban jabalís de las montañas cercanas y él se preguntaba si esos animales comprendían qué hacía allí mirando una fuente de periferia pasada la medianoche. Días después, se descubrió llorando y mezclando la sangre que brotaba de sus nudillos contra los límites del estanque; quedó plantado, mirando el cielo y se encontró con un sueño inesperado en plena calle y un despertar fulgurante con el sol del alba. Tiritando de frío volvió hacia su piso, a sabiendas de que ningún río puede cambiar el curso de sus aguas.
En las historias, un gesto lleva a otro gesto, pero en la vida real, no siempre es así. A los tres días, tuvo la certeza de que un beso puede ser solo un beso; no obstante, un beso también puede cambiar la dirección de nuestro mundo. Lejos de romanticismos, un beso puede llevarnos hacia un futuro distinto, y también al mayor de los fracasos; un error que estaremos condenados a recordar por siempre, un gesto que pudo cambiarlo todo, una vida entera de anhelo. Con estas ideas en mente, volvió a ver a Enara. Fue un viernes en su casa, y también estaba Sofía.
Nada había cambiado. Todo había cambiado. Para él, aquella noche se movía entre demasiadas hipótesis y conjeturas, y la propuesta de un paseo al que Sofía se negó a unirse, le dio fuerzas para hacer la mayor estupidez de su vida. Sentados en la fuente, no pudo evitar querer besarla. Y quizá lo hizo. Quizá ocurrió exactamente lo mismo que aquella primera vez, o quizá toda la culpa recaía ahora en él. No le importaba.
Le dijo que no quería perderla como amiga.
Le dijo que la quería.
Le dijo que no podía hacer nada para evitarlo.
Le dijo muchas más cosas.
Ella escuchó.
También quiso proteger. Reparar. Buscar una salida honrosa para todas las partes. Pero lo cierto es que aquella fuente ya había ofrecido toda la suerte de la que alguna vez fue capaz, y no atendió a más súplicas. Por eso terminó por secarse. Por eso los peces murieron y los jabalíes volvieron a la montaña, o fueron tiroteados bajo la insensible mirada de un cazador. Todo exige un sacrificio, y en los meses siguientes fueron muchos los que se sucedieron.
Después de escuchar, Enara habló. Habló mucho. También con Sofía, quien no quiso escuchar. Pero sobre todo habló con el protagonista de esta historia. De todo lo que hablaron, sin embargo, solo hay dos cosas importantes a recordar: la primera fue una de esas promesas tan pretenciosas de que, pasara lo que pasara, seguirían siendo amigos; la segunda no se pronunció con palabras.
Al final, olvidaron la fuente. El barrio se convirtió en un lugar en el que rememorar aquellos días de incertidumbre por ambas partes; cuando se mudaron, se casaron y fueron tan felices como supieron, los peces, el agua, los juncos, fueron un recuerdo más que mantener recogido en sus corazones. Allí, el agua de la fuente todavía se oía caer con fuerza, mientras el valor de una simple metáfora se avergonzaba profundamente de que dos simples mortales le hubieran hecho creer, aun por un instante, en la existencia del destino.
Todo eso ocurrió en la periferia de Barcelona y, sabiéndolo, ¿quién no elegiría el verde sobre el gris?