Loza pergeñó doce historias independientes (aunque todas giran en torno a la pretendida fe religiosa de sus protagonistas), cada una contada en cuatro capítulos de media hora. Podemos mirarlas por entregas -de lunes a jueves- o de corrido el sábado subsiguiente (evidentemente En terapia sentó un buen precedente).
Doce casas empezó anoche, muy puntual, con la historia de dos hermanas solteronas que reciben a regañadientes la visita de un joven sobrino que no ven hace años, hijo de una tercera hermana fallecida, apenas mencionada. Sin dudas, dio gusto reencontrar a Lapacó y Marini, en esta ocasión responsables de transmitir los primeros destellos de incomodidad que sus personajes sienten ante la convivencia forzada con un pariente casi desconocido (interpretado por Tolcachir) y ante las insistentes filtraciones de un ¿terrible? pasado silenciado.
Como la mayoría de los capítulos inaugurales, éste también deja con sabor a poco… o a menos de lo esperado. Quizás sea una percepción absolutamente subjetiva pero lo cierto es que quien suscribe encontró algo sobreactuada la mojigatería de Lidia y Ester, en parte por redundancias del guión. Por ejemplo, cuando las hermanas dialogan sobre la incomodidad que les provocan las palabras “calzoncillo” y “pijama”.
Dicho esto, dan ganas de seguir viendo la nueva ficción de la TV Pública, esta semana, de asistir al desarrollo del conflicto que -seguro hoy- eclosionará no sólo entre tías y sobrino sino entre las propias hermanas. El debut televisivo de Loza y el reencuentro con actores valiosos causan gran expectativa, independientemente de la impresión que haya causado el primer capítulo.