Después de nueves años o mejor dicho, ciento y ocho meses, es decir, tres mil doscientos ochenta y cinco días, y la verdad ni tan siquiera llegó asomarse con el disfraz de consuelo. Un padre que jamás volverá a ver a su hijo y una hermana insustituible que no dará calor en su cama cada noche.
No importó aquellas voces que adivinaron la tormenta. Las voluntades, una por una, fueron arrolladas por apisonadoras sordas que daban órdenes de asesinar al otro lado del mundo. Todo por un oscuro interés, una eclipsada sopa viscosa que permite al mundo girar a contracorriente. Un noventa por ciento de voces que no quisieron ser asesinos ni cómplices del imperialismo, pero todo daba igual, nada importó y nada importaba ya. Nunca se escuchó al pueblo y nunca se le ha escuchado. No esperemos ahora clamar al cielo por audiencias y exigir rumbos nuevos que no dejen atrás a millones de personas.
Desde hace nueve años, en cada sol de levante, en cada sol de poniente, un nombre, una historia, una vida se pierde en el tiempo, en la linealidad infinita, fría y oscura, muerta y desoladora. Mientras se echaban balones fuera, no interesaba sofocar el dolor y la frustración mediante la verdad y la justicia. Nadie se responsabilizó de doscientas historias salvo ellas mismas por haber tenido la mala suerte de coincidir en el mismo espacio y tiempo de la tragedia.
La lucha por el poder, sólo importaba eso. Una lucha partidista por el poder cuyas sombras de la culpabilidad llegaban por un lado, al País Vasco y por otro lado, hasta el mundo islámico. Sin embargo, nadie se dio cuenta de que aquellos balones jamás debieron salir de Moncloa y ahora, quedan dispersos por el mundo, hecho añicos y olvidados por la historia.
Desgraciadamente, cada semana, Miguel abandonó su guitarra porque Pedro se olvidó de él en las urnas. María Eugenia no cumplirá años en abril porque Fran, cansado de ZP confió en el neoliberalismo profético que aseguraba resolver sus problemas. Sara nunca será abogada porque Antonio, recién cumplidos los dieciocho y emocionado por participar en la democracia, se olvidó de su escasa formación política y nula formación histórica que impidió al menos, sembrar su alma en la duda.
La democracia en este país debe ser revisada desde el primer ladrillo en el suelo hasta la última teja. No se puede comprender que el gobierno de los Treinta Tiranos fumen puros y beban champagne mientras les acompaña el calor de la chimenea de sus fastuosas mansiones. No se puede comprender que la justicia haya abandonado el camino de la verdad para que unos señores puedan enriquecerse como consejeros de las grandes corporaciones cuando ya han asesinado a tantos civiles y militares en Madrid como en Oriente Medio. Es inconcebible que la prensa española se haya olvidado de los suyos para calumniar repetidas veces a los que viven fuera e intentan vivir con dignidad. Es innombrable el brutal cinismo que representa la presencia en Sol de una alcaldesa tan culpable como su marido de asesinato. Ciento noventa y dos almas y otras cinco historias carga Madrid a sus espaldas sin poner cara al responsable ni cadenas a su cuerpo.
Mohamed ya no podrá imitar a su ídolo. Mustafa no podrá alimentar a su familia desaparecida tras los bombardeos españoles. Ahmed dejó de escribir poemas por culpa de un imperio sediento en el oro negro. Nadia ya no cuidará de su bebé. Jazmine hace tiempo que no come y Omar ha desaparecido. Un millón de historias inocentes que jamás podrán ser contadas. Un millón de nombres sin cuerpo escritos en tristes papeles. Un millón de personas que jamás podrán imprimir su huella en este mundo. Una tierra devastada y olvidada por la primavera. Un pueblo masacrado por coincidir en el mismo espacio y el mismo tiempo del interés del inmune genocida.
Nueve años después seguimos sin saborear la verdad, sin poder palpar la justicia, sin poder escuchar la libertad y sin llegar a sentir la dignidad.