¿Qué pasa después de que a alguien le cae, literalmente, un rayo y, por supuesto queda vivo? Granicero (México, 2011), documental de 52 minutos dirigido por Gustavo Gamou, responde a esta pregunta desde la perspectiva del pensamiento mágico sincrético/prehispánico. Noé, ingeniero en electrónica, recibe una descarga eléctrica a través de su cabeza estando cubierto, bajo un techo metálico. Los testigos no se ponen de acuerdo en los colores aparecieron con el rayo ("Campo luminoso verde", "Color ocre como sepia tostado", "Una luz de mil tonos, amarilla") pero todos están seguros que Noé ha cambiado: desde entonces es más reservado, "más interior". Un médico revisa las tomografías de Noé y no encuentra un solo problema visible, pero la hermana del desconcertado tipo cree que debe haber una razón para que él haya sobrevivido. Y Noé también lo cree.El mediometraje dirigido por Gamou muestra la crónica del encuentro de dos "graniceros" del título: el modesto zapatero indígena con pasado epiléptico Timoteo, quien recibió un rayo cuando se encontraba en el vientre de su madre, y el clasemediero Noé, quien a pesar de su título de ingeniero electrónico acepta que nunca se ha sentido bien con lo que hace. El debe haber sido elegido, columbra, para cosas mayores: para pedir la lluvia, por ejemplo.Sin voz en off de ninguna especie, siguiendo de manera paralela la búsqueda de respuestas por parte de Noé, y los testimonios del "granicero" Timoteo y su sabio papá anciano Don Anastasio -un "Filósofo de Güemez" en potencia ("Hay días que llueve, hay días que no, así está puesto")-, poco a poco entendemos el sentido mágico de esta tradición de origen prehispánico: los "graniceros" son intermediarios entre el cielo y la tierra para llamar la lluvia, que dan Tláloc y su novia, la diosa del agua, Chalchiuhtlicue, a todos los macehuales que andamos por aquí, un rato, nada más, en la tierra.El contexto histórico/mítico lo da la profesora Lupita Villarreal, nativa de esa misma zona de Texcoco de donde son los "graniceros", el mismo lugar en donde hace casi medio siglo el gobierno federal se agenció la Chalchiuhtlicue para llevarla al Museo de Antropología en donde es confundida con su novio, Tláloc. Por eso, dice convencia la maestra Villarreal, en Texcoco ya no llueve -aunque siguen cayendo rayos- mientras que la Ciudad de México sigue inundándose cotidianamente.El cine documental suele descubrirnos cosas desconocidas y Granicero cumple con creces esta misión: la mencionada tradición prehispánica, las formas de vida alrededor del lago de Texcoco, la confusión entre Tláloc y su novia, etcétera. Sin embargo, al final, lo que queda en la memoria no es esta valiosa información cultural/antropológica/etnográfica, sino la visión de dos hombres, el fallido suicida Timoteo y el solitario deconcertado Noé, que han encontrado el sentido de la vida mirando el cielo, pidiendo nubes, solicitando agua. Viven para soñar, sueñan para vivir, viven soñando. No puede ser una mala vida. Y Noé la acaba de empezar.En una zona más o menos cercana, aunque más al sur, en el estado de Guerrero, en la comunidad nahua de San Agustín Oapan, Don Silvestre Pantaleón Esteve, con sus correosos 81 años de vida, necesita dinero para "levantar su sombra". Es decir, para quitarse esos dolores que lo atosigan un día sí y otro también porque "como decían los abuelos", don Silvestre ya se pasó de viejo. Para el trabajito que tiene que hacerse, para que un curandero de la localidad le levante la sombra, Silvestre Pantaleón necesita dinero y aunque en pocas cantidades, sabe cómo ganarlo: haciendo lazos de fibras de maguey (80 pesos por ser para San Miguel Arcángel) o algún colorido mecapal (150 por pieza).Silvestre Pantaleón (México, 2010), de Roberto Olivares Ruiz y Jonathan D. Amith sigue los esfuerzos del anciano del título por ganarse ese dinerito que le servirá para aliviarse de sus achaques. En los 64 minutos de este breve largometraje -valga el aparente oximoron- presenciamos lo difícil que es ganarse el pan, la sal, el chile, en esas condiciones de vida. Y, sin embargo, nadie se queja más de lo que cualquiera nos quejaríamos por, digamos, estar atascados en algún embotellamiento o haber llegado tarde a alguna función de cine.Don Silvestre, ayudado por sus familiares, va por maguey, lo corta, lo humedece, lo seca, los deshilvana, lo vuelve a unir, en un trabajo paciente, preciso, concienzudo. Otros en la comunidad viven de otra cosa: la propia esposa de don Silvestre, Rutilia, trabaja con el barro, mientras un vecino hace metates (a 550 pesos la pieza y, por el esfuerzo visto, está regalada) o piedras de molino y alguna doñita que viene de fuera vende huazontle a 8 pesos el mazo -caro, dice doña Rutilia, pero por lo menos el huazontle no huele mal, porque no usa abono químico. En una escena clave, casi al final del documental, vemos los trabajos terminados de Don Silvestre y somos testigos del intercambio de dinero en algún mercado de artesanías. Claro, lo que hace Don Silvestre lo seguirá haciendo hasta el final de su existencia, esa es su vida, ese es su trabajo y no hay de qué quejarse. Pero, por supuesto, el anciano y su señora esposa también regatean, venden, calculan cuánto pueden gastar, cuánto pueden ganar... Su vida no es mágica, ni está alejada de las dificultades económicas cotidianas. Olivares y Amith ver la forma de vida de estos indígenas ¿monolingües? -supongo que no, pero sólo hablan náuhatl- con un enorme respeto. Se trata de ver cómo trabajan y cómo, literalmente, se ganan el maicito de cada día.
Granicero y Silvestre Pantaleón se exhiben a partir de las 14:45 en Jaima Ciudad Universitaria.