Presentadas hoy de manera casi paralela en el DOCSDF 2011, Música para después de un Asalto (México, 2010), de Samuel Guzmán y Juan Felipe Guzmán -fuera de concurso, en la sección Hecho en México- y Una Frontera, todas las Fronteras (México, 2010) -en concurso en la sección oficial de mejor documental mexicano- tienen méritos y problemas disímbolos. Una es realizada de manera más profesional que otra pero, también, una resulta más honesta que otra. La primera película, Música para después de un Asalto, nos muestra el papel que juega la música en la rehabilitación -no segura, probable- de un grupo de presos en varias prisiones de la Ciudad de México, en especial del Reclusorio Norte y del centro femenil de Santa Martha Acatitla. El tema es siempre pertinente, los personajes son atractivos y la música que tocan/componen -rap, baladas, salsa, blues, rock- interrumpe continuamente sus testimonios frente a cámara. El producto es ágil y nunca aburre, aunque, por su realización apenas funcional, no pasa de ser un buen reportaje de televisión extendido a largometraje documental.De cualquier manera, creo que Música para después de un Asalto merecía más estar en concurso que Una Fronteras, Todas las Fronteras (México, 2010), mediometraje documental de 56 minutos dirigido por David Pablos. La realización de Pablos es, sin duda, mucho más competente que la de Guzmán y Guzmán, pero Pablos, por desgracia, creo que pierde la brújula en algún momento de la cinta. Me explico: Una Frontera... está ubicada, previsiblemente, en la frontera México-Estados Unidos, en el muro que divide las dos Californias, en Tijuana. Ahí vemos cómo familias enteras o parejas enamoradas, a los dos lados del muro, se encuentran para verse e intercambiar besos, llantos, palabras, cursiladas, dulces (confiscados por la patrulla fronteriza) y hasta unos cacahuates. Los que están de este lado han sido deportados -algunos de ellos después de haber vivido decenas de años allá- y los que están en Estados Unidos tienen, uno supone, residencia legal o incluso la ciudadanía. El documental no denuncia la separación legal de las familias ni las injustas leyes americanas -eso sería otro filme diferente-, sino está centrado en el drama personal de estos individuos separados emocionalmente por una enorme pared.El drama es real y, al inicio, es difícil no sentirse conmovido por el sufrimiento de estas personas. Sin embargo y a pesar de su duración, la cinta se vuelve repetitiva y, además, se permite una desviación dramática que, en lo personal, llegó a molestarme. Una jovencita menor de edad es atrapada por la border patrol americana tratando de cruzar la frontera, es deportada a México, recogida por el DIF estatal y desde ahí una trabajadora social a la que nunca vemos manda llamar a la madre que no quiere hacerse responsable de la muchacha. El asunto es confuso: ella "prestó" a su hija cuando era muy pequeña o acaso se la arrebataron; lo cierto es que la mujer ha iniciado los trámites para dar en adopción a esa "oveja negra" de la que no quiere saber nada. Así, sin decir agua va, el filme se convierte en un reality-show en la que la siempre invisible trabajadora social y madre de tres hijos -es lo que ella dice y repite continuamente- regaña a una cabizbaja mujer y a la rebelde hija que tampoco quiere saber nada de su madre biológica. En lo personal, no veo cómo la confrontación mostrada entre madre e hija agregan algo a la cinta -a menos que se trate de hacer una metáfora de las "fronteras" emocionales entre las dos mujeres que no se quieren- y sí parece un episodio de mera explotación, digno de un morboso programa televisivo. Esto me resulta problemático porque, por lo menos al inicio, el documental parece tener las mejores y más loables intenciones sobre el tema y sus personajes.
Una Frontera, todas las Fronteras, se exhibe hoy jueves en La Casa del Cine a las 19 horas. Música para después de un Asalto, en Lumiere Reforma a las 18:30 horas.