Caminando por Madrid he visto casas en las que no vive nadie. Maldita nostalgia que me asalta siempre. Conozco poco el centro de Madrid, para mí no es un territorio conocido. Hasta los veintiocho años viví en la zona norte, no fuera de la M-30 pero tampoco en una zona céntrica. La Gran Vía y sus alrededores fueron para mi territorio ignoto hasta los treinta. Luego se convirtieron en una zona más habitual porque mi suegra vive ahí, pero después de casi cincuenta años sigo moviéndome por los alrededores de la Puerta del Sol como si viniera de fuera. Aun así, a pesar de no recordar la Puerta del Sol de hace treinta años, me come la nostalgia por una época en la que en los balcones bajo los que camino se sacudían sábanas, trapos o cojines. Echo de menos que haya tiendas para vivir y no tiendas para gastar. Echo de menos el barrio que nunca conocí y que ya nunca será.
Caminando por Madrid, por la tarde, he visto dos señores guapos de pelo blanco y barba más blanca aún que se reían mientras charlaban en una esquina. He visto dependientes ociosos en tiendas vacías que me han hecho pensar que esta tarde de viernes parecía un domingo. «Domingo tarde de viernes: qué buen título para una novela», he pensado. He visto un cielo gris que cubría todo Madrid y me reconcilia con la ciudad. He visto hojas amarillas de un otoño que continúa, que está ahora, el 23 de diciembre, en su máximo esplendor. ¿No sería fascinante que un efecto del calentamiento global fuera que las estaciones se movieran de meses? Que el invierno empezara en marzo, la primavera en junio, el verano en septiembre y el otoño en diciembre. Sería tan desconcertante como divertido.
Caminando por Madrid he visto una señora que parecía sacada de El crepúsculo de los dioses, pero de la película original. Mil quinientos años, el pelo rubio platino y un abrigo de piel sintética castaño claro que estuvo de moda, una tarde, en los años setenta. ¿A dónde iba? ¿De dónde venía? ¿Tiene familia? Cuando veo a alguien peculiar siempre pienso que no tiene familia, nadie que le diga que quizás ha llevado su peculiaridad un poco demasiado lejos, pero luego corrijo siempre esa idea. Quizás es la peculiar de su familia y sus muchos hijos, nietos y sobrinos presumen de ella: «Mi tía Carmen es de no creértela». ¡Bien por Carmen!
«No me desheredes porque te he traído el chaleco». Por ir pensando en Carmen no he visto al joven que pronunciaba esta frase cuando se ha cruzado conmigo. No sé qué aspecto tenía, no he querido girarme para comprobarlo, pero creo que tenía barba. Ese dato no dice nada. Ahora todos tienen barba. Ojalá poder viajar en el tiempo al futuro en el que todos esos jóvenes que llevan barba tengan cincuenta años, vean sus fotos de juventud y piensen: «¿Por qué parezco más joven ahora?» Por la barba. A mí me encantan las barbas pero a lo mejor están demasiado de moda.
Caminando por Madrid he visto a un chico joven, gafitas de John Lennon y pelo largo, liso y lacio (LLL), con un gorro de piel rusa que ya hubiera querido Omar Shariff en Doctor Zhivago. Casi le abrazo. Un convencido del invierno, un devoto del frío, tan devoto que con 15 grados decide ponerse ese gorro pensado para las temperaturas de la estepa siberiana o, al menos, para un invierno en Huesca. En el fondo le entiendo: ha decidido ponérselo hoy por si mañana empieza la primavera.
Caminando por Madrid he visto una feria de artesanía que me ha hecho pensar en Obelix y compañía. Un puesto de bisutería, un puesto de cuero, un puesto de cerámica, un puesto de bisutería, otro de cuero, otro de cerámica. He visto artesanos con paciencia, artesanos con fe en su producto y artesanos mirando al infinito con la misma mirada con la que una vaca ve pasar el tren. Siempre me admiran estas ferias. ¿Cuántos pendientes hechos de flores de verdad hay que vender para poder vivir de esto? ¿Y paraguas pintados a mano? ¿Cuánta gente compra bolsos de ganchillos tejidos a mano? Ahí fuera, fuera de mis gustos, hay un mundo inmenso y me da un poco de miedo asomarme.
Caminando por Madrid he visto cola para entrar en el Prado y a una chica durmiendo sobre el hombro de su novio. Se parecía a mi amiga Rocío y dormía como yo nunca he sido capaz de dormir, desmadejada, tranquila, confiada y como un ceporro.
Caminando por Madrid he visto muchos tipos de luces de Navidad. Algunas me emocionan hasta las lágrimas y me llevan hasta el que, para mí, es el momento más navideño de mi vida, aquel al que siempre vuelvo con esas luces: la noche del 24, cuando arreglados y felices íbamos en coche a casa de mis abuelos, atravesando un Madrid desierto y descubriendo las luces de Navidad por primera vez. Nos esperaba el reencuentro con nuestros tíos, con nuestros primos, una gran cena y la emoción de acostarnos tarde. Hay luces de Navidad que siempre me llevan ahí, al asiento trasero del 131 de mi padre. Hay otras luces que me ponen contenta, me hacen sonreír y querer felicitar la Navidad a todo el mundo y hay otras que me provocan una tristeza enorme casi insoportable. Los árboles de Navidad que he visto encenderse en muchas ventanas según se apaga el día también me ponen contenta: ahí dentro hay alguien que no solo enciende luces de techo. Por lo que más queráis, tened luz de ambiente, muchas, en las mesas, en las estanterías.
Caminando por Madrid he llegado a casa, he encendido el ordenador y he leído esta preciosa historia del escritor Nicolas Butler. Se sentó en un bar, se puso a hacer un sudoku y se distrajo al escuchar una voz que decía: “I still dream about you. I dream about the mornings when we were lying in bed. I dream about kissing you. Can I kiss you?”. De aquello le surgió la inspiración para una novela.
Domingo tarde de viernes. He pensado que el título ya lo tengo.
Feliz Navidad
La foto del post es de John O. Holmes, un fotógrafo de Nueva York al que sigo desde hace muchos años.
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