Dominicos. Italia, siglo XVI

Por Cayetano

Me llamo Giacomo y soy el fraile dominico que acompañó a Giordano Bruno durante su ejecución aquella fría madrugada del año 1600.  La bruma lo envolvía todo y desdibujaba los contornos de las edificaciones que bordeaban la plaza donde iba a tener lugar el cumplimiento de la sentencia. Un momento terrible para el reo, pero un mal trago también para el encargado de confortarle en ese momento tan doloroso, la única persona que procura ofrecer algo de alivio al que en unos segundos va a traspasar el umbral que separa para siempre la vida de la muerte. Seguramente serán esas las últimas palabras de consuelo que el condenado oiga en su vida. Y siempre una responsabilidad –ingrata para todos- por pretender acompañar al pobre desdichado en su tránsito hacia el otro mundo, intentando conseguir un último gesto de arrepentimiento con el que el Creador redima al infortunado de las penas del infierno. Por eso es muy importante saber elegir las palabras y el tono adecuado, para que el infeliz pueda encontrar un poco de sosiego y aferrarse a ellas como una tabla para la salvación de su alma, puesto que su cuerpo está ya perdido irremediablemente y será de inmediato pasto de las llamas. 

Llegado ya al último capítulo del invierno de mi vida, cuando la vejez y la enfermedad me sitúan en el sendero que me conducirá directamente a presencia del Altísimo, dejo este escrito a modo de confesión, pues aunque yo no formé parte de ningún tribunal que condenara a este hombre - ni a ningún otro- a privarle del don divino de la vida, reconozco que en aquellos días sí llegué a pensar que el reo era merecedor de ese castigo que, ahora, solo con la sabiduría que me dan los años, considero que ningún hombre puede desear para su prójimo, pues la vida la da Dios y solamente este la puede quitar. Digo esto sin menoscabo de que yo, en aquellos momentos, pensaba con toda seguridad que Giordano en efecto era un hereje y que, bajo mi condición de cristiano, considerase que él estaba equivocado. Lo estaba seguramente, pero ningún mortal debe arrebatarle la vida a otro. Pues ese es mayor pecado que la propia herejía. Y Dios no lo perdonará, pues es suplantar su autoridad y actuar en su nombre. Una osadía enorme que ningún humano debe perpetrar. Y menos gentes religiosas. 


Campo dei Fiori (Roma)

Dicho esto como descargo de mi conciencia, también debo añadir que el acusado era un buen hombre, un ser pacífico, educado y un gran conversador, que tan solo era culpable de sus propias ideas. Y también la víctima, pues pagó con su vida por pensar y creer en lo que no debía. Fui yo pues el que le dio a besar el crucifijo antes de que lo ejecutaran, pero él se negó a aceptar ese consuelo de mis manos. Lo rechazó con un gesto. Estaba bastante entero a pesar de saber que le esperaba un horrible suplicio, puesto que iba a morir en la hoguera. Me rechazó el crucifijo, pero lo hizo educadamente, girando su cabeza hacia otro lado. Estoy convencido de que lo hizo por despecho no porque rechazara al Crucificado. 

Ya la tarde anterior a su ejecución fui a verle y, aunque me dejó hablar, no aceptó en ningún momento que le administrara el santo sacramento de la penitencia. La celda en la que estaba recluido era fría y oscura. Y el condenado tenía mal color. Estaba pálido y demacrado. Presentaba un aspecto enfermizo, sumamente delgado, la piel se le adhería a los huesos del rostro y más que un condenado a muerte parecía la viva imagen de ella, un cadáver ambulante. Llevaba la muerte escrita en sus ojos, con esa mirada triste y opaca, ya sin vida.



Para mí no resultaba nunca agradable acudir a llevar el último consuelo a los reos de muerte, pero ese venía siendo mi cometido en los últimos meses. Así lo habían dispuesto mis superiores de la orden. Y no había lugar para poder elegir otra ocupación. La obediencia es una de las normas de nuestra congregación.  Había oído hablar mucho del condenado. Creo que se hacía llamar “el Nolano” porque fue a nacer en Nola, una pequeña localidad muy próxima a Nápoles. Ciudad a la que marchó a vivir muy joven, siendo apenas un mocoso, donde ingresó en un convento de mi propia orden, la de los Dominicos. 

Cuentan de él que ya, con tan solo 15 años de edad, tuvo problemas con las autoridades religiosas porque quitó de las paredes de su celda unos cuadros alusivos a la Virgen y a los Santos, permitiendo que tan solo quedara en la pared desnuda un sencillo crucifijo. Ello le complicó la vida dentro del convento y fue sometido a una estrecha vigilancia para ver si esa actitud era una consecuencia de una supuesta devoción por los ritos protestantes. Incluso llegó a ser denunciado ante la Inquisición, pero la acusación no tuvo trascendencia y la cosa no llegó a más, de tal modo que el Nolano pudo proseguir sus estudios y acabó ordenándose sacerdote a la edad de 24 años. 
De espíritu inquieto, su curiosidad y su amor por la lectura le llevaron a interesarse por los libros de los humanistas cristianos, especialmente los de Erasmo. Del mismo modo, sus gustos se decantaron por los escritos de hombres de ciencia que empezaban a surgir en aquel tiempo. Se interesó por los escritos de Copérnico relacionados con la Astronomía.
Continúa...

Fragmento de un capítulo de En la frontera (descarga gratuita)